El guerrero que había contratado el rey para proteger a la princesa tenía una pinta soberbia. Con su rostro de herencia élfica, sus ojos tan claros que parecían blancos y su inmensa espada de runas, sin duda era la clase de hombre con el que todas las mujeres soñaban. Y eso era precisamente lo que buscaba el rey, que su niña se interesara por alguien y dejara su estado de soltería. Los cortesanos no llamaban su atención, pero se había dado cuenta de que sus ojos sí que se detenían en los hombres de armas, así que bien valía la pena el intento.
La princesa, sin embargo, no cedió a sus encantos como el resto de las damas de la corte. Mientras que las demás solo veían sus bellos rasgos, ella reparó en que sus brazos no eran lo bastante musculosos y en que su pose al empuñar la espada estaba basada en la fachada y no en la practicidad. Y es que entendía bastante de esas cosas, porque sus ojos se detenían en los hombres de armas no por los hombres, sino por las armas.
Por eso, cuando él escuchó ruidos sospechosos en su cuarto y entró sin llamar, la princesa, que se estaba disfrazando de muchacho de clase baja para escaparse del palacio y pasar un buen rato en los barrios bajos, le dio una terrible paliza que le dejó inconsciente.
-Lo que te decía. Un tirillas pretencioso, pura fachada -le dijo a su dama de compañía y amante, que la iba a acompañar en sus correrías nocturnas. Luego, cogió la espada, tan liviana como inútil en el combate, y sonrió-. Pero tanto postureo me da una idea...
Días después, tras haber expulsado de la corte al inútil guerrero con rostro élfico, que había sido incapaz de evitar que secuestraran a la dama de compañía de su hija en sus aposentos, el rey hizo un nuevo intento. Esta vez, el guerrero era de fiar. Había rescatado a la dama, que había mandado una carta alabando su habilidad, aunque no le acompañaba porque quería recuperarse de la terrible experiencia.
Este joven, de facciones sin reminiscencias élficas pero tan hermosas que parecían femeninas, sí que pareció llamar la atención de su hija, que no tardó en enamorarse de él y aceptar su mano. Pronto, intercambiaron sus votos ante los dioses y, solo cuando el matrimonio ya era algo irrompible y contaba con la aprobación divina, la joven dama de compañía se deshizo de su disfraz.
Y así fue como el pequeño reino se hizo famoso por tener dos reinas, aunque esa pequeña anécdota no tardó en perder peso en favor de las hazañas bélicas que protagonizaron, convirtiendo un pequeño reino en un imperio que hoy dura ya más de cien años.