En 1698, Carlos II, inspirado por su confesor, pide al inquisidor general que se ocupe de supuestos hechizos sobre su persona y que, entre otras cosas, le impiden tener descendencia. El asunto del hechizamiento del rey es ya antiguo. Antiguo y fomentado por sus diversos confesores, que hasta la aparición de la figura del primer ministro, pueden declarar punto de conciencia cualquier solución de gobierno y contraponer su dictamen teológico al contenido político de la ponencia de decreto. Con la aparición del primer ministro, el fraile y el estadista no descansan hasta lograr la remoción de su contradictor. Tal es el ejemplo de la lucha entre Valenzuela y el dominico Tomás de Carbonel. Entonces, el primado de Toledo respondió a las preocupaciones sobre el hechizamiento del rey con estas palabras:
"Si el rey está maleficiado, el confesor sabe, mejor que yo, que no hay otro remedio más que con los exorcismos, el descubrir el daño; y esto bien se puede en alguna manera ejecutar sin que el que los padece lo conozca. Si no está maleficiado, sino de pocos años y escasa experiencia, es que Dios quiere castigar a España".
Esta actitud no se repite en el futuro. En 1698-99, el inquisidor general, Juan Tomás de Rocabertí, y el confesor real, Froilán Díaz, (qué curioso, un Froilán en la historia), sostienen una correspondencia asidua con fray Antonio AIvarez de Argüelles, vicario de un convento de monjas de Cangas de Onís, quien habla con el demonio cuando es menester. Según este, el rey se halla hechizado desde los catorce años, cuando se le dio a beber un chocolate en el que se habían disuelto los sesos de un hombre muerto, para quitarle la salud y los riñones, siendo la inductora doña Maria de Austria, y sirviendo Valenzuela de correo. Poco después, fray Antonio comunicó que Lucifer, poniendo las manos sobre el ara consagrada, afirmó que todo lo dicho era mentira y que el rey no tenía nada. En el fondo de la cuestión, sólo una es la preocupación de todos: la sucesión al trono. La reina y sus intimos apoyan la causa austriaca. El confesor Díaz, en cambio, se decanta por la causa francesa. Las dos posturas se enfrentan, acusándose mutuamente de mantener al rey en su estado, con hechizos. Sólo la muerte libra a Carlos II de soportar más intrigas, alejándole de una corte repleta de hechizos sucesorios.
Fuente:Crónicas de la Humanidad, 1986Imagen: España eterna