No cabe argüir discusión alguna contra la alegría, no tiene menoscabo ni mengua su asiento en el alma cuando inadvertidamente acude y nos ocupa la cara y hace que el estómago (ignoro los procedimientos orgánicos) brinque ahí adentro, burbujeando, bullendo como un cielo sin domesticar. Benedetti hizo militancia en ella: la defendió del pasmo, de las pesadillas, del escándalo y de la rutina (creo recordar, no me va la memoria últimamente) y levantó el principio ineludible de ejercer la más férrea voluntad de no confundirla con la felicidad, que es una utopía y asunto más de filósofos o de cantantes de bolero. Hay algunas de esas alegrías que desafían la herrumbre de la realidad, que se obceca en contrariarnos y en herir la cada vez más inconsistente creencia de que todo irá a mejor y saldremos de esta. También eso lo dejó apuntado un poeta, tal vez uno como Benedetti, tan de andar por casa y entendérsele todo. La alegría se entiende a la primera, no tiene doblez, no finge, apenas puede uno acatar su recado de risas y de esperanza. Porque la alegría es un canto a la esperanza de que esa misma alegría nos visite de nuevo. Creemos que habrá ocasión de reír otra vez y desatender la ruindad de la tristeza, que es derrota y óxido y aburrimiento. Mira que aburre estar triste. Nos falta una botella de leche y un par de hogazas de buen pan recién hecho, una cuesta empedrada y pobre y un cielo a punto de desplomarse. Nada deshará el hechizo.