En octubre de 1989, la concejalía de Servicios Sociales del ayuntamiento de Murcia pidió al juez Felipe Soler que ordenara el ingreso en un hospital psiquiátrico de Purificación de Luna y de su hijo, de cuya vivienda retiraron más de seis toneladas de basura. Según una crónica periodística de entonces, la policía local y el servicio municipal de basuras entraron en la vivienda por orden judicial, después de que el ayuntamiento interpusiera una denuncia urgente tras las reiteradas quejas de los vecinos del inmueble, situado en un céntrico barrio, por el fuerte hedor que desprendía la casa. Purificación y su hijo vivían rodeados de bolsas de plástico llenas de basuras, excrementos y comida en descomposición, que habían acumulado durante años. Los operarios del servicio de basuras se vieron obligados a trabajar con máscaras antigás, y emplearon más de ocho horas en retirar todo aquello.
Tras la muerte de la anciana, salió a la luz lo que muchos intuían. Aquella mujer que empujaba un carrito cargado de cartones por las calles de la ciudad, siempre acompañada por un niño, encerraba una historia truculenta. Aristócrata madrileña, licenciada en Derecho, soltera, quedó embarazada, algo que por aquellos años no estaba demasiado bien visto. Purificación, que había llegado a ganar un concurso de belleza en 1935, decidió seguir adelante y tener a la criatura. Su padre, un terrateniente con posibles en la minería de Cartagena, optó por mandarla a Murcia como destierro, con una mano delante y otra detrás. Se instaló en el Barrio del Carmen, allí crió a su pequeño, malviviendo en la indigencia, pero sin pedir nunca nada a nadie. Su imagen se llegó a confundir con el paisaje urbano de aquella capital de provincia. Y la apodaron la dama de las basuras.
En su funeral se dieron cita apenas dos docenas de asistentes. Se decía que siempre llevó consigo las escrituras de sus propiedades, que salieron a la luz tras su óbito. Los oportunistas rondaron al heredero, quién sabe si con los consejos más inapropiados para su administración. Es posible que, a partir de ahí, comenzara la vida de aquel niño que transitaba por las calles de la mano de una madre siempre enlutada y que empujaba un carro con cartonajes. Tuvo hasta sus coqueteos con la política, afiliándose primero al PP, desencantándose, y abrazando luego las tesis de los emergentes Ciudadanos. Antonio J. Castaño ha muerto esta Semana Santa en Murcia, a los 56 años, y sus amigos lo recuerdan como un buen tipo al que la vida le enseñó, en máxima darwiniana, que no es el más fuerte ni el más inteligente el que sobrevive, sino el más capaz de adaptarse a los cambios de la misma.