La constancia en el anhelo de ser libre ha llevado a Paul Thomas Anderson a un reconocimiento inusitado. El hilo invisible opta a seis premios Oscar, una institución poco dada a acoger en su seno cualquier atisbo críptico. Puede ser que la apariencia clásica de la cinta de Anderson haya despistado a los académicos o que simplemente nominar su vestuario, decoración, música e interpretaciones parezcan decisiones más que obvias sin ni siquiera ver la obra. El caso es que Anderson ha colado un caramelo envenenado, malsano, cruel y perturbado bajo la apariencia de la eterna historia de amor tóxica (como bien debe ser en la ficción).
Tras la breve presentación de la pareja formada por el soberbio modisto Reynolds Woodstock y su hermana, la misteriosa Cyril, asistiremos a la impulsiva acogida por parte del primero de la camarera Alma. La historia de amor se inicia con una tímida invitación a cenar y la advertencia de la chica: “Lo que sea que vayas a hacer, hazlo con cuidado”. A partir de aquí comenzará un juego de poder donde no sabemos quién está poniendo realmente las reglas. El encaje de ambos personajes parece transitar por el manido tópico del artista (masculino) y su musa (femenina). Parece insinuarse que la hermana de Reynolds maniobrará en favor de su hermano, poniéndose en contra de la intrusa que perturba la paz del artista. Pero como ya comentamos en su día, Anderson es incapaz de plegarse a los tópicos y nada transitará por los derroteros previstos.
Las nebulosas imágenes construidas sobre la sublime partitura de Jonny Greenwood siguen la tónica del cine de Anderson. La narración va más allá del simple concepto cinematográfico de secuencia, estirando el relato a lo largo del tiempo y deteniéndose cuando es necesario con el consiguiente silencio de la música. El hilo invisible se construye como una montaña rusa que alterna momentos de ritmo inquieto con otras de aparente calma sustentadas en las prodigiosas interpretaciones de Daniel Day-Lewis y Vicky Krieps. Anderson es capaz de resolver sus escenas con planos y contraplanos, que en manos de otro hubiesen caído en el más absoluto de los aburrimientos, pero que en las suyas nos demuestran lo importante de la puesta en escena, el montaje, la iluminación y, sobre todo, el sonido, uno de los puntales no solo estético sino narrativo de El hilo invisible.
La apariencia clásica de El hilo invisible remite sin remedio a los misterios de Hitchcock (no quiero creer que el nombre de la protagonista sea casual), la elegancia de Ophüls, y cierta sequedad de estirpe bergmaniana, como referentes más obvios. Aún así, Paul Thomas Anderson es poseedor de su propia voz, siendo capaz de proyectarse hacia el futuro sin dejar de mirar al pasado con una historia de pasión desbordada donde el contacto físico es más bien escaso y los secretos escondidos en los pliegues nunca obtendrán respuesta más allá de la intimidad de dos enamorados que saben comprenderse en su propio juego.
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