Revista Cine
"-Mira, es nuestra oportunidad para desquitar el sueldo. ¡Hay que actuar!" "-Ya vas, Barrabás".
Confesión no solicitada: nunca pude pasar de las primeras cien páginas del primer tomo de El Señor de los Anillos. Sé que para muchos esto es una herejía, pero la prosa de Tolkien me pareció una mezcla indigesta de diario de viajes, sosa descripción histórica, crónica de sociales y directorio telefónico repleto de nombres extraños. Sin embargo, con todo y que fui impermeable al mundo literario de Tolkien, las tres películas dirigidas por Peter Jackson entre 2001 y 2003 me maravillaron: las vi dos veces en el cine, compré y vi las ediciones extendidas en DVD y hasta poseo otra edición de la trilogía en BD aún más larga. Entonces pues, mi rechazo a la primera parte de la saga-precuela El Hobbit: un Viaje Inesperado (The Hobbit: an Unexpected Journey, EU-Nueva Zelanda, 2012) no proviene de que “no conoces el libro”, “debes leer El Hobbit para entender bien la película” o gansadas por el estilo. Insisto: no necesité leer las 1368 páginas de la trilogía de Tolkien para que la versión cinematográfica de Jackson me pareciera una obra maestra épico-fantástica. El problema es transparente: los guionistas Fran Walsh, Philippa Boyens y el propio cineasta Jackson –con la colaboración de Stephen Sinclair en El Señor de los Anillos: las Dos Torres (2002)- lograron comprimir las citadas 1368 páginas en tres películas de cuatro horas de duración. Es decir, Jackson y compañía eliminaron, depuraron, eligieron: el resultado fue, insisto, extraordinario.En contraste, El Hobbit, la novela, tiene apenas 324 páginas y esta primera parte cinematográfica dura casi tres horas. Es decir, mientras en la trilogía original cada filme resultó ser la adaptación a la pantalla grande de 450 páginas, aquí 324 mugres páginas servirán para las nueve horas de la siguiente trilogía. Una locura: en lugar de eliminar, depurar, elegir, los guionistas –Jackson, Walsh y Boyens, con la colaboración de Guillermo del Toro- agregaron, sumaron e inventaron. Y lo que se demuestra aquí es que Jackson y su equipo son pésimos para extender el mundo épico-fantástico de Tolkien. Por ejemplo, una escena que seguramente en el libro no consume más que unas cuantas páginas –la llegada de Gandalf (Ian McKellen) y sus trece enanos a la idílica morada del Hobbit del título (Martin Freeman)- aquí se extiende ¡durante una hora! El problema es inocultable: una historia tan simple –Gandalf y sus trece enanos van en busca de Bilbo (Freeman) para que les ayude a recuperar el reino de Erebor, que ahora es dominado por un enorme dragón llamado Smaug- es extrapolada insensatamente, acaso porque Jackson piensa que la primera condición para cualquier filme épico es que dure tres horas, sea este tiempo justificado o no. Y, en este caso, no se justifica. El otro problema son los famosos 48 cuadros por segundo (fps). No seré yo quien dirija una filípica ludista en contra de esta tecnología que permite que las imágenes sean increíblemente nítidas. Pero el hecho es que se ven tan claras que a ratos me parecía no estar viendo una película, sino el detrás de las cámaras del BD respectivo. Incluso, algunas escenas –por ejemplo, cuando Gandalf, Bilbo y los enanos llegan al reino veganista de los elfos- parecían más falsas que El Teatro Fantástico de Cachirulo: las cascadas de Rivendel parecían pintada en papel tapiz. Con todo, debo aceptar que hay un momento extraordinario en la película: el duelo de acertijos entre Bilbo y el bien conocido, patético y siniestro Gollum (Andy Serkis). Aquí, Jackson filma la más sencilla de sus escenas y, de lejos, la mejor: dos buenos actores –uno de ellos real; el otro, animado- haciendo su trabajo. Todo lo demás es lo de menos. Al final de El Hobbit vemos el ojo de Smaug, el dragón que descansa entre el oro y las riquezas de Erebor. El dragón de marras es la perfecta alegoría del propio Peter Jackson, nadando entre los billetes de la trilogía de El Señor de los Anillos y negándose a dejar ese universo que tanto dinero y prestigio le dio. Eso me recuerda a otro dragón ávido de lana: un californiano cuyo nombre empieza con la G de George y su apellido con la L de Lucas.