Foto: Ayuntamiento de Madrid
COMO UN PUENTE entre la calle y la inserción está concebido el Centro de Acogida San Isidro para personas sin hogar (CASI), que estos días celebra el 75 aniversario de su puesta en marcha. Además de los equipos de calle, la puerta de entrada a este recurso es el Samur Social, que canaliza las demandas de las personas con necesidad de alojamiento y las distribuye en uno u otro sitio – ‘Juan Luis Vives’, ‘Puerta Abierta’, o los centros de emergencia– en función de sus perfiles y características.Los albergues para los sintecho (mejor en una sola palabra, según la Fundación del Español Urgente, Fundéu) hace ya mucho tiempo que dejaron de ser centros de represión –como fueron concebidos durante el franquismo– para convertirse en centros de atención e intervención social. Desde ese punto de vista, las normas —pocas y muy básicas, pero de obligado cumplimiento—, son ahora instrumento de intervención estrictamente técnica, mientras que antes lo eran de control y castigo.El martes 10 de abril, con motivo de la visita de Manuela Carmena al centro para celebrar con los profesionales y usuarios el 75º aniversario, el Ayuntamiento facilitó una serie de datos que ayudan a visualizar mejor el perfil de estas personas.El CASI atendió a 885 personas (70% hombres y 30% mujeres) en 2017. La mayor parte de los acogidos tienen edades comprendidas entre los 36 y 55 años (42,89%), siendo la media de 44 años. Como sucede en el resto de los centros de atención, destaca la importante presencia de inmigrantes, casi la mitad, yalgunos de ellos requieren una atención más específica por presentar algún grado de dependencia. Seis de cada diez personas acogidas son solteras y un 33 por ciento están separadas, viudas o divorciadas.Contrariamente a lo que se pudiera pensar, la pobreza es un factor más del sinhogarismo, pero no es ni mucho menos el único: precariedad, desempleo, problemas educativos o sanitarios, además de determinados procesos personales (desarraigo, soledad, ludopatía, alcoholismo, adicción o trastorno mental) están, con frecuencia, en el origen de estas situaciones.Trabajadores sociales, asociaciones y expertos señalan además que la “ruptura de lazos familiares, personales, laborales o sociales”, u otro tipo de “sucesos vitales estresantes”, con frecuencia encadenados, también pueden conducir a estas personas a abandonar su lugar de residencia habitual. Su esperanza de vida, según datos de Solidarios para el Desarrollo, es de 60 años, 20 menos que la del resto de las personas y más del 50 por ciento han sufrido agresiones.Hay tantas historias como personas sin hogar, pero una cosa es segura: no son mendigos, ni indigentes, aunque algunos puedan pedir dinero para sobrevivir. Ni tampoco apestados. Los sintecho se enfrentan, además, a otro problema y no precisamente menor: la indiferencia y la invisibilidad por parte de la sociedad. Los vemos, pero pasamos de largo; los consideramos peligrosos, sin saber nada de ellos; no dudamos en estigmatizarlos por su aspecto… y, sin embargo, deberíamos saber que estas personas no están en la calle por voluntad propia. Por mucho que nos empeñemos en mirar hacia otro lado están ahí y necesitan nuestra ayuda, solidaridad y comprensión. Visto lo visto, a cualquiera podría ocurrirle.“San Isidro es mi casa, mi familia, vi vida, mi hogar”, escuché decir en el centro unos días antes de la visita de la alcaldesa, donde acudí para elaborar un reportaje radiofónico, y no creo que haya mejor forma de explicar y entender lo que puede llegar a suponer para estas personas poder disponer de un recurso así. Si hubiera una segunda oportunidad sobre la tierra para quienes más lo necesitan, los sintecho deberían estar sin duda entre los primeros.