Cualquiera diría que, pese a su perfecta educación inglesa, es evidente que le molestan sus maneras y que de puro cansancio, no puede evitar hacer gestos despectivos hacia él. A veces sólo esbozos, otras, unas palabras dichas en francés que sabe que él no entiende, para mostrar una superioridad, aunque sólo sea la que otorgan los veinte años que les separan.Pero ese joven tan ingenuo, que le habla de armonía e independencia (¿paz y libertad?) en una tierra donde el colonialismo - no el de su país - vino a "poner orden", le sorprende cuando se muestra decidido y directo (pero no impasible, como alguna traducción del título recoge), ya sea cuando cree haber encontrado alguien a quien querer pero también cuando suenan las explosiones y hay peligro real. Él, siempre tan (re)activo cuando las circunstancias lo requieren, como todo periodista que se precie, recela sin embargo de algo que le han extirpado: la capacidad para la iniciativa. Debe ser a lo sumo, se dice a sí mismo para atenuar los hechos, esa típica valentía casi inconsciente de un boy scout contra la que no sirve ningún argumento porque parece inspirarse en un idealismo sospechoso ante los ojos de quien se acerca a la edad madura con desencanto y una certeza: que no volverá a Londres con su mujer y que se queda en Saigon con la bonita Phuong.Cuando cae en la cuenta de que estaba presente en ese preciso instante en que el americano también se enamoró de Phuong, su memoria parece tratar de averiguar si lo recuerda. Cinematográficamente es una mirada fija perdida y la falta en su momento de ese contraplano que en manos de los cineastas superiores llega a ser un subrayado.Desde luego este enfrentamiento verbal (amagado constantemente, cuidadosamente postpuesta su escenificación definitiva, pero con gran carga emotiva en segundo plano: exactamente lo contrario de lo que sucede en "Sleuth") entre los personajes de Michael Redgrave y Audie Murphy, que tal vez representa lo que el veterano corresponsal alguna vez fue, mi favorito de cuantos pueblan su obra, hacen de “The quiet American”, con incomprensible fama de abstracta y farragosa, para mí, uno de los más grandes Mankiewicz.No sé si se recuerda ya, que además plasma - en una fotografía deslumbrante de Robert Krasker en blanco y negro y el formato 1.66:1 más hermosamente extenso que yo haya visto jamás - la fabulación profética de Graham Greene sobre la política exterior de USA en Oriente (medio y lejano), impulsada por grandes valores de concordia ... y un absoluto desconocimiento del terreno donde deben implantarlos, de manera ejemplar.
"The quiet American" empieza por las conclusiones, vuelve al punto de partida y trata de anudar cabos entre ambos escenarios, que están presentes en todo momento.
Tal vez para apreciarla en toda su grandeza sea imprescindible (además de placentero), revisarla varias veces.
Así se constata que, "contraviniendo" la fórmula del plano-secuencia, que apenas usa, resulta de una continuidad dramática tan sencilla de seguir como el evidente y simple comportamiento de ese atribulado joven que aparece muerto ya en el arranque - que tal vez inspiró a Michael Cimino para su "Year of the Dragon" - pero que a diferencia de tantas películas que tratan temas complejos, múltiples, no tiene una sola concesión ni un momento de descanso. Nada se repite ni se espera a perezosos.
Es de esas películas que como le ocurre a los mejores Preminger (de las que no anda lejos a pesar de utilizar un método tan diverso de rodaje, como decía), podría contemplarse durante horas aunque no avanzara un palmo, por puro deleite del paso de los fotogramas, con sus perfectos encuadres, sus inteligentes diálogos, su hondo trabajo de creación de personajes, algo así como "la solución" de eso que rondaba siempre la cabeza de Godard y que su explosiva mente acababa siempre transformando en algo fragmentario, que invitaba al espectador a recomponerlo.
Pero cualquier cosa que se diga en favor de este film entiendo que debe pasar necesariamente bajo el prisma del falso triángulo sentimental que es su verdadero corazón. Digo falso porque en realidad se reduce a un sólo personaje.Acostumbrado a comer en los mejores clubs de la ciudad, tras degustar unos cuantos martinis en las terrazas de Saigon, parece que sin problemas de dinero y con intensa vida social , llama poderosamente la atención la casa donde vive Fowler (Redgrave), un apartamento antiguo, feo, desvencijado, casi de pensión de barrio. No se preocupa por desperfectos del edificio, que corren de cuenta de otro y ese dato será decisivo pues una reparación con cemento aún fresco dejará al descubierto una mentira que lo delata en el final del film. Allí se desarrolla su relación con Phuong, que nada pide y a la que está seguro que cualquier lugar le debe parece acogedor, después de haber sido señorita de compañía antes de conocerlo. Ese estatus mantenido con el mínimo esfuerzo es lo primero que ve quebarse con la aparición de ese hombre tranquilo, que mira siempre de frente, dispuesto a cambiar el guión de su vida constantemente.
Seguro en apariencia de su posición (Mankiewicz lo dota de pensamiento con una voz en off siempre oportuna, que erradica su soberbia a los ojos de quienes le vemos pues deja al descubierto su lado más débil) no dudará en traducirle algunas palabras al francés a Phuong de la declaración de amor casi de colegial que le tiene preparada el americano, pues ni se plantea que vaya a haber combate.
Es el derrumbamiento de ese entorno (Phuong congenia con el americano, su mujer no le quiere conceder el divorcio, el clima de terrorismo se acrecienta) y cómo se refleja todo en sus gestos, su mirada, el tono de su voz, lo más conmovedor del film, que consigue dignificar su derrota de una forma sencilla: explicándola, exponiendo cada engaño al que es sometido por quienes cree sus amigos, nunca dejando al descubierto bajezas o distanciando el objetivo para poner distancia con alguien que empieza a perder todas las razones para vivir, acompañandolo y hasta tratando de hacer honrosos sus errores.