EL HOMBRE DEL ABRIGO AMARILLENTO Y LA MUJER QUE LO AMABA
“Los mujeriegos, esos grandes hombres que con sus pañuelos llenos de rouge van por los caminos”.
José Ángel Cuevas
“La monogamia, nacida de la concentración de riqueza por los hombres y del deseo de heredar esa riqueza a sus hijos, requiere la imposición monogámica de la mujer, pero ello no ha sido impedimento para la poligamia descarada u oculta del hombre”.
F. Engels, El origen de la familia, la propiedad y el estado.
Que las mujeres son personas de clase diferente es una condición que día tras día constato y me convenzo de lo cierto que ello es: otra manera de mirar, de sonreír, de expresar las cosas que piensan. Lo dice uno que no se cansa de observarlas y puede hacerlo a resguardo sabiendo que no lo verán y que si lo vieran no le darían ninguna importancia. Es así como voy tras ellas para disfrutar de ver cómo gozan, cómo ríen, cómo se cuentan secretos. En mi opinión nada hay más bello que los secretos que se comparten las mujeres. Esa comprensión que se brindan, esa complicidad que se demuestran: más que hermoso. La última que quise admirar caminaba junto a un tipo de abrigo amarillento. Ella con su lucecita en los ojos, él hablando de mil cosas, recuerdos. Cosas que, con seguridad, les pertenecían a ambos y que antaño habrían reído con ellas. Pequeñeces simpáticas que él le recordaba a la subida por esos escalones mientras la mujer eludía las caricias nada sutiles que el hombre intentaba sin darle descanso.
Bella manera de subir, pensé, aunque me perdía detalles. Es que la pareja había ingresado a una casona vieja, hotel de barrio, y yo, pájaro pardo que aleteaba desde afuera solo alcanzaba a escuchar sus palabras cuando pasaban junto a los vidrios quebrados, había tantos, nadie se ocupa de reponerlos en hoteles de a ratos así como no existe la mujer que no sonría al entrar en alguno de ellos: albergues transitorios de esperanza. Sonrisas de mujeres que serán amadas. Ninguna se resiste a sonreír en estas circunstancias. Ellas en eso son todas iguales, lo son también en la luminosidad que les surge cuando la fortuna las enfrenta con alguno con el que han sido amantes. Y ya ven cómo éste parecía ser el caso: ella se reía divertida con las historias que él le recordaba y le divertían también sus intentos de a toda costa propasarse. Aunque yo, testigo, afirmo que el hombre reía más, reía con todas sus ganas. Empezaba a reír antes de terminar lo que estaba contando y ella se contagiaba con su risa y se distraía, ocasión que él aprovechaba para no dar tregua a su deseo de rendirle tributo con las manos.
Todo esto ocurría mientras continuaban subiendo peldaños, y yo que no dejaba de envidiar al tipo, no dejaba de preguntarme tampoco cuánto tiempo hacía que ellos no se veían. Imposible saberlo, imposible incluso para mí, pájaro voyerista de profesión “observante”. Claro que si me arriesgo diría que haría acaso quince o veinte años, nunca menos. Es que eran demasiadas las historias que él tenía para recordarle haciendo notar que parecían todas verdaderas. La había pasado bien ese par, era algo obvio porque el hombre del abrigo amarillento continuaba con sus anécdotas incluso mientras buscaba dinero para pagar por el cuarto, aunque lógico, apenas desapareció la encargada volvió a sus ataques, a sus recurridos zarpazos. Suerte que para mi placer quedaron frente a uno de los vidrios rotos y a mi disposición para poder verlos bien y también para escucharlos.
Se buscaron las bocas y se reconocieron con las manos como verdaderos adolescentes. El hombre buscaba para ella recuerdos mientras murmuraba incoherencias alusivas a la primera vez que habían ido bajo los paltos. Lo decía todo en un murmullo que nada omitía. Resoplaba mencionando los botones que cortara del vestido de la muchacha, la negativa débil de ésta y la mancha roja a medida que la razón iban perdiendo. Resoplaba el hombre pero sin dejar de luchar por despojarla de su ropa, sobre todo de la última prenda que ella se empeñaba en conservar. Quizá ya no le resultaba fácil mostrarse desnuda ante uno al que no veía desde hacía tanto tiempo. En fin, eran perspectivas diferentes pues el hombre no demostraba un ápice de vergüenza, al contrario: de espaldas en la cama la observaba con la expresión gozosa del león que admira a la gacela y no dejaba de preguntarle cómo podía avergonzarse después de esto y de lo otro y de todo eso que en el pasado habían hecho juntos.
Claro que cuando el rosa pálido de la mujer surgió al descubrirse deslumbrante, el hombre, atónito ante tamaña perfección, cogió su fino abrigo amarillento y la cubrió. La mujer aceptó aquel gesto en una actitud de sentirse protegida aunque satisfecha también con el forro de seda acariciando esa piel suya avergonzada. Sonrió entonces mientras el hombre, sin quitarle el abrigo, la empujó seguro junto a él, con la certeza de que ella volvería a amarlo como hacía quince o veinte años. Quizá por eso osó bajo las sábanas sin ninguna clase de preámbulos, buscó miel de ulmo y la encontró porque se mantuvo un rato largo disfrutando cabeza abajo. Después de eso se amaron de un modo que a veces era suave y otras violento, y en que el hombre hacía pausas y entonces, brioso, atacaba de nuevo mientras ella se las ingeniaba para hacerlo gozar de sus senos aunque aún tuviera el abrigo puesto. Todo era esfuerzo para el hombre del abrigo amarillento, pero buen esfuerzo. Se notaba:
“¿Te acuerdas de la primera vez que nos subimos al palto? ¿Te acuerdas cómo tu hermana trataba de encontrarnos?”. Cosas así le iba preguntando mientras toro maestro continuaba en un galope que ninguno de los dos esperaba terminarlo.
El palto para los amantes juveniles, me dije distrayéndome y volví a la realidad cuando la pareja descansaba, o el hombre al menos. Dormía mientras la mujer jugueteaba recorriendo con un dedo el pecho de su amigo que subía y bajaba a medida que emitía ronquidos acompasados. Y he aquí una enorme diferencia entre hombres y mujeres: el hombre era un gran león en sueños mientras la mujer velaba su dormir sin dejar de juguetear en su pecho. Deseaba, quizá, ser pequeña y tan frágil que pudiera correr por esa pradera que su amigo tenía cubierta de hierba enroscada o tal vez quería ser sirena y nadar sobre la piel de su amado mientras lo iba acariciando. Yo que aleteaba entre las ramas adiviné que ése era su deseo aunque pude darme cuenta de que la mujer se debatía también en la contradicción de acunarlo como madre pero conservando entre las piernas la rodilla de su hijo.
Extraña madre parecía la mujer que amaba al hombre del abrigo amarillento. Todas las mujeres tienen algo de madres y ésta que no lo era, al menos no de él, velaba su sueño como al de un hijo indefenso. Lo dejaba dormir mientras besaba su cuello, sus párpados. Lo amaba, estoy seguro. Lo amaba desde hacía quince o más años y sin duda iba a amarlo por veinte o treinta más. Así son las mujeres, me dije, mientras me extasiaba viéndola retirarse de la cama sigilosa para no despertarlo. Se quitó el abrigo del hombre y se acercó a la ventana unos instantes en que pude admirarla sin que nada se interpusiera. Fue por un momento apenas porque entonces se devolvió a la cama a su rutina de amar el cuerpo de su hombre-hijo-amado-dormido hasta que abrazada a él la sorprendió el cansancio. Se quedó dormida junto al hombre del abrigo amarillento al que ahora acompañaba en sueños y el sueño de él evocaba, tal vez, a esas tardes en el huerto de los paltos. Aunque advierto que puedo equivocarme: ése era seguro el sueño de ella, pero quizá no el del hombre. Quién me dice si en vez de a los paltos él no volvía en sueños a su oficina, al trabajo, a la manera de cómo se ganaba el sustento. En todo caso el dormir de ambos era plácido, en eso se parecen hombres y mujeres, también los que componían esta pareja que yo observaba: una mujer y un hombre que quizá no se amaban desde hacía veinte o más años pero ahora dormían compartiendo sueños de niños, sueños de paltos.
Dormían soñando y les correspondería despertar, vuelta él a sus quehaceres y ella a su recato. Las sábanas reemplazarían al abrigo para protegerla de las miradas del hombre que volvería seguramente a sus risas, desnudo sobre la cama, ni un ápice de vergüenza. Son distintos, me dije otra vez, mientras la veía recomenzar su juego de caricias y el hombre llegaba con sus historias a las historias del presente. “¿Eres feliz?” le preguntó, pero no pareció importarle la respuesta, él respondió por él sin que ella nada respondiera ni preguntara. Pero ella sí había respondido, dijo algo que el hombre no alcanzó a entender y yo tampoco: el hombre porque continuaba bromeando y yo porque soy imperfecto y tiendo a veces a desconcentrarme.
Y entre bromas el hombre le contó de su hijo a punto de egresar de la universidad y del segundo, nada menos, un artista. Le habló también de una chiquilla, “es una princesa” le dijo y sin que mediara nada, agregó “qué bueno que tú encontraste al tipo correcto”. Ella pareció asentir con la cabeza pero no logré darme cuenta de a qué asentía exactamente porque el hombre no se dejaba interrumpir con las respuestas que daba a sus propias preguntas y a las que suponía eran las respuestas que le daba la mujer. Por eso, por las acotaciones del hombre, supuse que ella vivía con un buen tipo, con uno que probablemente el hombre del abrigo amarillento conocía. Podía ser que hubiesen sido amigos, qué sé yo, excompañeros de la universidad o de algún trabajo.
Ella murmuró “feliz con mis hijos”, aunque lo dijo para sí, para escucharlo ella misma, y sin saberlo también para mí que detuve mi trinar para indagar en sus sentimientos. Mientras tanto el hombre retomó sus historias del pasado contando cómo había salido adelante sorteando aquellos años oscuros en que los perros habían abandonado madrigueras para intentar atraparlos. “Curioso que nunca nos encontráramos por allí si tú ni yo fuimos de los que salieron arrancando”, dijo entre anécdotas intrincadas de lugares y nombres que tenían marcado el olor a guerrillero: “a Federico Álvarez (2)del Liceo de La Serena lo mataron a patadas, ¿te acuerdas de ese domingo en que nos invitó a su casa de Vicuña…? ¿Te acuerdas del che compadre a quien acribillaron en (3)Janequeo el maldito día de Fuenteovejuna. (4)Y de Lucho Guajardo el que logró escapar en su famosa bicicleta pero nada más se supo de él después que lo recapturaron. Nada se supo tampoco del lugar dónde arrojaron a (5)Contreras Claudio llamado “Coco”, ni a (6) Boris” Agustín, ni a (7) Horacio Carabantes, tampoco a (8) Joaquín, de apellido verdadero “Vásquez Sáez”, ni a (9) Nano de La Barra, mucho menos a (1) María Cristina López, ¿te acuerdas de la luminosidad de sus ojos acaramelados?”
María Cristina: cómo querías a tus amigos, hombre del abrigo amarillento, a tus compañeros de lucha, pero cuando la mencionaste a ella tu mirada se ensombreció y yo adiviné que la razón era una muchacha hermosa, mujer de convicciones. Son cosas que no llegué a determinar o de las cuales no tuve certeza, pero sí aseguro que fue ése el único momento en que el hombre de la mujer que yo observaba perdió en parte su sonrisa, aunque la recuperó casi de inmediato a la vez que volvía a lo de sus hijos y su casa: un buen hogar. “Qué bueno que el tuyo también lo es” le dijo, y el actual hijo-amante, exguerrillero, continuó contándole de su familia y de su mujer que era también una buena amante. “Hemos tenido suerte, tú y yo” declaró, pero ella nada había dicho de cómo era o cómo no era su marido, apenas un murmullo acerca de sus hijos. Bastante reservada la mujer que amaba a este hombre-hijo, exguerrillero, examante.
Así estaban las cosas como las veía este pájaro intruso: el hombre del abrigo amarillento era un buen amante y lo era también la mujer con que vivía. Por otra parte esa amiga de antaño con que ahora se encontraba era una amante extraordinaria, si bien yo no había experimentado placer brindado por ella, por mi oficio de fisgón le daba todo el crédito, no por nada, pajarillo errante, yo soy también capaz de ir por ahí de sexo en ristre.
Cómo sería su marido, era la pregunta, pero estoy seguro de que ella en su recato sería eso algo que no se atrevería a confesar. Era capaz de entregarse a su amigo por entera, dormida o despierta, pero solo le hablaría de sus hijos. “Soy feliz, con ellos” la escuché que repetía pero el hombre de nuevo no pudo escucharla porque la mujer lo dijo justo cuando él había retomado su discurso. “Házmelo como se lo haces a él” decía, y le empujó suave pero firme la cabeza hasta el miembro que se veía otra vez orgulloso y erecto. La mujer se dejó conducir sin decir palabra y yo pájaro pardo con el oído en sus pensamientos, sé que lo hizo en realidad como se lo hacía a él mismo, al amigo con que ahora compartía el camastro. Para eso era él quien se lo había enseñado a hacer arriba de los paltos y si en algún momento no estuve seguro de esto mi duda se disipó al ver que la mujer, sin interrumpir la caricia de sus labios, miraba a su amigo por el rabillo y en sus ojos estaban igual las chispas de los primeros acercamientos. Es cierto que se la notaba con algo de vergüenza pero no tanta como para que el hombre no gozara del contacto, además en los ojos de la mujer al sentir el goce final de su amigo apareció una sonrisa tenue de niña, con seguridad la misma que tenía cuando ensayaban el amor en la copa de los árboles. Así son las mujeres, me dije: evocaba placeres juveniles mientras él, loco de pasión, insistía en que ella emulara exactas las caricias supuestamente reservadas para quien la había desposado. Pero eso para ella no parecía importante, vuelta atrás por veinte años tras gozar con el sabor del hombre, olvidada de su vergüenza, galopó, amazona desnuda, para morir clavada y dormirse otra vez sobre ese curioso potro montado a la inversa, aunque ahora sí extenuado.
Era ya de noche plena. “Tu marido debe ser un buen amante” repitió el hombre mascullándolo como letanía desde un sueño y el dormir fue profundo algunos instantes para esa madre-mujer y para ese hombre-hijo. Fueron apenas unos cuantos segundos que terminaron abruptos. Entonces vi al hombre vestirse mientras la mujer permanecía observándolo sin inquietarse. Esta vez el pudor no parecía afectarla: cabeza en la almohada, desnuda y tan tranquila como si pudiera detener con la mirada al hombre para que ese momento se hiciese interminable.
Entonces él le preguntó “¿por qué no te vistes?” y ella sin quitarle la vista de encima le respondió que no se preocupara pues vivía apenas a tres cuadras. Claro que ya de nuevo el hombre no la escuchaba, en vez de eso, mientras anudaba su corbata había vuelto quizá a veinte o a treinta años y recomenzaba sus anécdotas. En una de ellas, aunque de seguro no lo pretendía, recordó la mujer un suceso turbio, un enredo con una tal Mónica, amiga de ambos. Ni él ni ella la mencionaron, pero de urraca, pájaro fisgón, navegué entre sus pensamientos y supe que el hombre y la mujer pensaban en esa amiga lejana: el hombre con una sonrisa que pretendía disimular y la mujer con un dejo de tristeza. Concentrado en el hombre me enteré que él había tenido que ver con aquella Mónica de apellido Alarcón, tal vez la llevó bajo el mismo palto mientras su amiga preparaba las tareas o realizaba quién sabe qué encargos. Llegué a saber eso y supe también que era un suceso que la mujer no lograba arrancárselo: el hombre del abrigo amarillento había ido al huerto con la tal Mónica por el mismo tiempo en que iba con ella, debió ser cuando tenían quince o catorce años, posiblemente en La Serena, atrás por los sesenta.
“Pero lo de la Alarcón no tuvo la importancia de lo nuestro” pensó la mujer, y yo, pájaro de oído fino logré una vez más escucharla. También la escuché que agregó para sí: “¿y qué puede importar una cuestión de infidelidad cuando han pasado más de veinte años?”. Un momento después mientras su amigo se anudaba los zapatos, musitó moviendo apenas los labios: “Estuve feliz de que me enseñara a amar y sobre todo a amarlo”. El hombre de vuelta al presente quiso insistir en lo del marido: “tiene suerte de tenerte” le dijo, mientras se miraba al espejo acomodándose las canas, sin embargo los ojos de la mujer se habían ensombrecido. A pesar de eso el hombre del abrigo amarillento se acercó a ella con la bragueta entreabierta y la mujer lo sintió crecer por última vez en la humedad de su boca. Se estaban despidiendo. El hombre se inclinó entonces sobre ella y la mujer alcanzó a robarle un beso antes de que su amigo se alejara.
Salió del cuarto el hombre con su abrigo puesto y una vez en los escalones noté que había robado la ropa interior a su amiga y bajaba por las escaleras acariciándola. Tal vez esperaba rescatar de ahí el aroma a deseo de su antigua camarada y tenerla presente mezclada al olor de los paltos. Pájaro pardo, lo comprendo, yo que soy por excelencia voyerista, he aprendido a gozar atrapando también aromas, es con ellas que me ayudo a recordar las sonrisas y las formas de las mujeres que gozo observando.
En Pío Nono la gente se había vuelto un mar horrendo. Era difícil desplazarse incluso para mí, voyerista alado. El hombre debió abrirse paso con los hombros y tan pronto como pudo subió a un taxi sin dejar de acariciar esa prenda de vestir que llevaba ahora en el bolsillo de su abrigo amarillento. Bien por ti exguerrillero, exescalador de paltos, examante de la tal Mónica Alarcón que nada te exigía, disponías de ella a tu antojo, jamás te pidió que lo supieran sus amigas, nada. Apenas esperaba una caricia, una cerrada de ojo, a cambio estaba para ti siempre que no estaba tu amiga “la importante”, como seguramente la llamabas, ésta que no veías desde hacía tantos años y que se la jugó también en contra de los perros, y tal como tú dijiste, no fue de las que salieron arrancando. Pero ambas te amaban, cómo te amaban, e imagino que la otra sentía también por ti un gran afecto, me refiero a la más comprometida, quizá exguerrillera: María Cristina, la conociste mucho después, habías olvidado a la tal Alarcón y también a la amiga con que acabas de gozarlo, ya vivías en Santiago. Pero ella sí era exigente, hombre del abrigo amarillento, no me cabe duda. La equidad era requisito y requisito también un comportamiento ético. Ética revolucionaria en medio de las balas: si la hubieras querido habrías tenido que merecerla. Qué tarea difícil amigo mío: hacerte tú merecedor de una mujer tan valerosa, de ahí tu rostro de sombras cuando por desventura la recuerdas. Pero qué importa, si el encuentro con tu amiga serenense de esta tarde prueba que de nada te olvidas, y yo que no te juzgo grito con el pensamiento que si las olvidaras serías un infame, es la opinión humilde de este pájaro pardo, jilguero cantor que no debieras tomar en cuenta porque yerra. Observa, siempre observa y casi no pierde detalles, aún así a veces se equivoca, y mi equivocación de esa vez fue distraerme haciendo conjeturas en vez de aprovechar la visión de la mujer que suponía aún sobre la cama, espléndida y desnuda, recién amada, recién gozada. Cuando me devolví para hacerlo nadie había en el camastro, nadie. Loco de ansias entré por los vidrios destrozados con un presentimiento amargo. La busqué por los pasillos, por debajo de la cama. Al no encontrarla aleteé dentro de la habitación mientras un viejo nudo que tengo me iba apretando la garganta. Fue entonces que la vi, nunca lo hubiera esperado: estaba tendida sobre los azulejos en el baño. Por aquel suelo congelado un río rojo se venía arrastrando. Quise gritar socorro, lo quería con el alma, “¡Socorro!” triné, pero quién le hace caso a un pájaro pardo.
Desgracia, son distintas las mujeres de los hombres. “¿Por qué lo hiciste, insensata?” le grité con el pensamiento, y ella, que parecía arrepentida, respondió “lo busqué por veinte años”. Después, con un gesto de desesperación agregó: “sálveme que mis hijos me están esperando”. Aleteé como un loco dando vueltas por el cuarto, quería detener ese torrente maligno, llevarla entre mis brazos. Pájaro Pardo, convertido en zorzal noble pleno del vigor que brota a los desesperados, hice un esfuerzo supremo hasta que logré alzarla. Podrán no creerlo pero la mujer parecía apenas pluma liviana y con ella a cuestas salí aleteando. Esperaba llevarla a la posta a un hospital, o qué sé yo, a mi propio nido de pájaro pardo, sin embargo afuera, por encima de los árboles, sentí que esa alma suya se escapaba, sonreía y se escapaba. La pluma de ave del paraíso en que la mujer se había convertido avanzaba más rápido que yo por los espacios.
Subía arriba, muy arriba. Subía y se alargaba. Aún la tenía tomada de la mano, pese a eso continuaba alargándose y cambiaba su palidez por miles de colores mientras parecía irse desenrollando. Un segundo después, la figura delgada y sinuosa de la mujer que amaba al hombre del abrigo amarillento terminaba su ascenso y descendía en parábola, serpentina de colores que yo quise reenrollar y dejarla para mí, sin embargo continuó en su caída, frágil, suave, convertida en pedacitos de papeles salpicando las cabezas de las personas que los recibían sonriendo. Pensaban quizá que eran por el cielo celebrados.
MARTÍN FAUNES AMIGO
(1) http://www.archivochile.com/Memorial/caidos_mir/119/067lopez_maria.pdf
(2) http://www.memoriaviva.com/Ejecutados/Ejecutados_A/alvarez_santibanez_federico.htm
(3) http://www.puntofinal.cl/576/cuchilloslargos.htm Hugo Ratier, argentino
(4) http://www.atinachile.cl/content/view/101240/Lucho-Guajardo.html
(5) http://www.lashistoriasquepodemoscontar.cl/coco.htm
(6) http://www.lashistoriasquepodemoscontar.cl/angel.htm
(7) http://www.lashistoriasquepodemoscontar.cl/cocacola.htm
(8) http://www.archivochile.com/Memorial/caidos_mir/119/067lopez_maria.pdf
(9) http://www.archivochile.com/Chile_actual/16_hue_dict/chact_huedict0021.pdf Nano de la Barra y Ana Maria Puga
(10) http://www.lashistoriasquepodemoscontar.cl/genteute.htm “Boris” Agustin
“El hombre del abrigo amarillendo y la mujer que lo amaba”, fue publicado en UN LAPIZ DE PASTA MARCA BIC Y OTRAS AVENTURAS SUBTERRANEAS, Martín Faunes Amigo, Editorial Cuarto Propio, 2013.