Revista Cultura y Ocio

El hombre del saco

Publicado el 18 enero 2016 por Revista PrÓtesis @RevistaPROTESIS
La misma crueldad en su rostro, la falta total de expresiónEl hombre del saco


Durante la película se me resbala el móvil de la mano. Me veo obligada a agacharme, a palpar con desagrado y repetidamente el suelo enmoquetado, cuando pienso en la suciedad que puede albergar por las decenas de espectadores que se habrán sentado esta semana en mi butaca. Por fin, los dedos lo localizan húmedo y pringoso. Irritada fisgoneo detrás de mí, por el hueco vertical que se abre entre las dos butacas, para saber quién habrá sido el que ha dejado verter esa bebida pegajosa, ahora desparramada hasta mis pies, que ha impregnado mi teléfono. Una imagen a través de la ranura me perturba: aunque quiero, ya no soy capaz de apartar la mirada. Quedo petrificada al vislumbrar un hombre sentado, a su lado una niña, el brazo de él extendido por detrás de la espalda de la chiquilla, con su mano sujeta el hombro y el brazo de la pequeña que, con la cabeza baja y los ojos cerrados, parece estar dormida, con sus manitas manchadas y entrelazadas sobre el regazo, como en una oración. El hombre es el mismo pederasta asesino de la película, la misma crueldad en su rostro, la falta total de expresión. Sus ojos quietos, desinteresados miran sin atención real hacia la pantalla. Es un cincuentón, un espectador más... o podría parecerlo si no le delataran sus pupilas que parecen carecer de vida, de empatía, de sentimiento alguno. La película sigue cambiando de escena y la claridad de un nuevo plano me permite ver con mayor nitidez la historia que discurre paralela detrás de mi butaca: las manitas rígidas de la pequeña descansan sobre sus piernecitas colgantes en el vacío. Su falda empapada por un líquido viscoso, que gotea por el borde, el cual es de la misma tonalidad que la de mis dedos pegajosos, ahora manchados como el móvil: de una oscuridad granate, negra, en función de los claroscuros de la película. Me siento como si fuera todo un juego macabro del propio filme, el cual me cuenta a fogonazos intermitentes el snuff movie que la pantalla pretende representar, donde el destino me ha elegido como única espectadora. Se me escapa un grito que la orquestación de la banda sonora anula; apenas dura un segundo: lo ahogo en el instante en que veo cómo unos preciosos ojos azules y brillantes se despliegan para mirarme fijamente. Son los de la pequeña, dos ojos luminosos y abiertos que acompaña con una sonrisa. Aliviada cierro los míos y, mientras suspiro profundamente, me enjuago el sudor de la frente con la muñeca y limpio mi mano con un pañuelo. La película ya está acabando. Mientras desfilan los títulos de crédito, me giro de nuevo para devolverle una sonrisa a la pequeña que me ha descubierto como espía. Pero solamente la veo ya de lejos desaparecer en la oscuridad, caminando despacio con la cadencia de la muerte, con un objeto brillante y manchado en su mano derecha, mientras un hombre yace detrás de mi asiento, desangrado, con la yugular cercenada.

Beatriz Schleich
El hombre del saco

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