Revista Expatriados

El hombre del tren

Por Spanierin

Para quitarle un poco de hierro al asunto de la declaración de la renta que os he estado relatando últimamente, y que sé que a muchos de vosotros no os interesa, os contaré una historia.

Érase una vez una chica que salía de trabajar todos los días más o menos a la misma hora. Y que, por lo tanto, siempre cogía el mismo tren.

Érase una vez un señor - peculiar sería la mejor forma de definirle - que todos los días volvía a casa del trabajo en tren, y siempre a la misma hora.

Érase una vez que yo veía a ese señor esperando al mismo tren que yo en el andén. Y érase una vez un señor que me veía a mí.

Y un día, empezamos a hablar.

Y hablábamos siempre de los mismos temas. Del tiempo. De que hoy parecía que iba a hacer buen día y al final ha llovido. De que el fin de semana se supone que va a nevar. De lo rápido que pasa el tiempo. De que ayer era navidad y hoy ya estamos en semana santa. De que parece mentira que el tiempo pase tan deprisa. De que hoy ha habido menos trabajo que últimamente, a ver si mejora la cosa.

Al principio, nos sentábamos en asientos contiguos y, cuando habíamos pasado ya por todos esos temas, se acababa la conversación y mirábamos por la ventana, cada uno pensando en sus cosas. Algunas veces surgía alguna que otra idea, pero permanecíamos la mayor parte del recorrido en silencio.

En las últimas semanas parece ser que hemos abierto nuestras fronteras y ya no sólo hablamos los dos, sino que incorporamos (o se incorporan) otros pasajeros del tren. Como la señora que iba a no recuerdo qué estación (creo que ni siquiera ella misma lo sabía) y nos preguntaba dónde tenía que bajarse y cuanto iba a tardar en llegar. O la mujer que nos explicó por qué el chocolate y todos los dulces son malos para la salud, haciendo hincapié en que el cerebro no funciona con la misma calidad si se encuentra bajo los efectos del azúcar. O como el señor que venía un día por casualidad y comparaba el tamaño del vagón del tren con la comodidad de viajar en coche, a pesar de las dificultades de aparcamiento que hay en ciertas zonas de Salzburgo.

Y, por lo que sea, desde que hablamos con toda esta serie de desconocidos, el hombre del tren y yo tenemos más temas de conversación. Así que el trayecto hasta casa, que ya de por sí es corto, se me hace más corto aún.

No sé su nombre. Ni siquiera sé en qué estación se baja. No sé tampoco dónde trabaja ni nada más sobre su vida. Salvo que hace unos 15 años que ya no esquía y que le gustan los ositos de gominola.

Moraleja de la historia: cualquier lugar del mundo es bueno para hablar con cualquier clase de persona. Y lo mejor de todo es que sé que esta no será la última anécdota que os pueda contar de lo que me pasa por hablar con desconocidos.


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