Ni siquiera nuestro raciocinio es algo natural, algo que nos sea dado como nos son dados nuestros órganos o nuestros instintos. El pensamiento no es un don natural, pertenece a la vertiente suprabiológica de nuestra condición humana, la que surge a raíz de que nuestra vida nos aparezca como problema. Si fuéramos naturaleza, mera realización de una esencia, si, como los animales, lo que somos en potencia tuviera ya predeterminado lo que seremos en acto, en suma, si nuestra vida no fuera problemática, el pensamiento no habría aparecido. El pensamiento es una consecuencia de los problemas, surge para resolverlos, no al revés, no que aparezcan problemas porque tengamos la capacidad de razonar. Ese problema que para el hombre es su vida no consiste en saber cómo resolver sus necesidades biológicas, elementales. Esa es la parte suya que está determinada por su naturaleza. Lo que el hombre es propiamente empieza cuando acaba su servidumbre a su parte natural, cuando, una vez resueltos sus negocios (nec-otium), puede ocuparse con las específicas necesidades humanas, las que atienden su ocio (otium): las ciencias, las artes, la filosofía, la organización de la sociedad, el trato social. Y para alcanzar ese ocio es por lo que existe la técnica: ella nos permite liberarnos de la forzosidad que nos imponen nuestros negocios, evadirnos de nuestro ser mundano, para poder dedicarnos a insertar en el mundo la otra parte de nosotros, la ociosa y extra-mundana. Esta otra parte no natural de lo que somos, la que reclama la ayuda de la técnica para llevarse a cabo, es la que está incluida en nuestro programa vital, eso que no está prescrito y que nos tenemos que inventar. Y la vía por la que discurre ese programa de vida, si es que hemos logrado liberarnos suficientemente de nuestras necesidades biológicas, naturales, es el deseo. No un deseo determinado, pues, por esas necesidades biológicas, sino un deseo que brota de nuestra fantasía, del proyecto de ser aquel que aspiramos a ser. “Acaso la enfermedad básica de nuestro tiempo sea una crisis de los deseos”[2], dice Ortega, y eso a pesar de que hoy la técnica nos ha liberado en una enorme proporción del tiempo que hemos de dedicar a los negocios, a resolver nuestras necesidades básicas. Por eso, “la desazón es enorme, y es que el hombre actual no sabe qué ser, le falta imaginación para inventar el argumento de su propia vida”[3] Para resolver las necesidades (necesidades superfluas, no biológicas, no naturales) de ese ser supranatural que sustancialmente somos es para lo que ha nacido la técnica. Resolver esas necesidades inventadas y no otras es lo que nos daría la felicidad… nunca lograda del todo, aunque sí es posible alcanzar la satisfacción de estar respondiendo al programa vital (a la vocación) que nos hemos propuesto realizar. Pero ignorar y, por tanto, desatender esas necesidades, las auténticamente humanas, las que proceden de nuestra invención, revela que se ha recaído en lo que somos naturalmente, biológicamente, que nos hemos reducido a vivir una vida sin problemas… o en la que esos problemas están ahí, pero se desatienden y quedan acallados en la zona oscura del alma, emitiendo entonces bocanadas de insatisfacción y desazón… para contento de las empresas farmacéuticas fabricantes de ansiolíticos y antidepresivos.[1] Ortega y Gasset: “Meditación de la técnica”, O. C. Tº 5, p. 341. [2] Ortega y Gasset: “Meditación de la técnica”, O. C. Tº 5, p. 344. [3] Ortega y Gasset: “Meditación de la técnica”, O. C. Tº 5, p. 344.
