Revista Cultura y Ocio
Los amigos de La Charca Literaria han tenido a bien publicarme este relato.
Bonita forma de recibir al verano.
El hombre que no respiraba nunca
(Enlace a la página correspondiente de
La Charca Literaria)
En las charcas es cosa corriente encontrarse con animalillos que no presentan respiración pulmonar, pero entre los humanos es algo realmente raro. De niño, conocí a un chico que se llamaba Pancracio y no respiraba nunca. Al menos no de la manera convencional, como es lo habitual entre las personas. Jamás le oí toser, carraspear, soplar… Nunca le oí jadear cuando corríamos detrás de la pelota o cuando saltábamos a pídola o jugábamos a tirar piedras a las parejas. Nunca le vi hinchar un globo, ni siquiera echar humo cuando a escondidas fumábamos un cigarrillo. Llegué a pensar que carecía de aparato respiratorio y que, como esos animales raros que hay en algunas charcas, intercambiaba oxígeno por dióxido de carbono a través de la piel, como las plantas cuando hacen la fotosíntesis. Era un tipo la mar de raro. Jamás le vi echar su aliento para limpiar los cristales de sus gafas, como hacemos el resto de los mortales. Ni siquiera hacía ruiditos cuando tomábamos un refresco con pajita, ese gluglú que indica que hay más aire que líquido en el fondo del envase. Nunca le dio un ataque de hipo. Cuando tuvo el accidente con la bici y se desolló la rodilla, no emitió un quejido. Se tragó su dolor. Cuando hablaba, lo hacía como los muñecos del ventrílocuo: movía los labios, pero el sonido parecía venir de otro lado. En clase de gimnasia, cuando el profesor decía: inspirar, espirar, él se quedaba quieto como un poste. Llegamos a pensar los chicos del barrio que convivíamos con un extraterrestre. Pasaron los años y nos fuimos haciendo mayores. Empezaba esa edad en la que el sexo contrario ocupaba buena parte de nuestra atención. Estábamos, como se dice popularmente, “en edad de merecer”. Cuando le plantó aquella chica que conoció en un guateque donde se bailaban canciones de Los Brincos y de Los Sírex, se quedó muy triste y lánguido, pero no le oí suspirar, solo vertía unos gruesos lagrimones en absoluto silencio. Se sonaba los mocos sin ruido. La juventud pasó en un soplo. Luego nos hicimos mayores, demasiado mayores. Cuando Pancracio murió, expiró sin echar su último aliento. Uno muy tonto se acercó a su ataúd y dijo: mírale. No hay duda de que está muerto. No respira.