Edición:Duomo, 2014 (trad. Palmira Feixas)Páginas:64ISBN:9788415945338Precio:9,00 €Leído en la edición en catalán de Viena, 2008 (trad. Isabel-Clara Simó, post. Martí Boada).
El hombre que plantaba árboles (1953), la célebre nouvelle de Jean Giono (Manosque, 1895 – 1970), se ha convertido en un pequeño clásico de la literatura ecologista, apto, por sus múltiples capas, para lectores de cualquier edad (de hecho, es muy recomendable regalarlo a los niños, para inculcarles este mensaje tan necesario desde la infancia). El autor, de origen humilde, se implicó desde su juventud en los movimientos anarquista y comunista, y defendió el humanismo y el retorno a la naturaleza como acto de resistencia frente a la alienación a la que conducía la progresiva industrialización de las ciudades. Todo esto lo cuenta, con un estilo lírico esplendoroso, en Las riquezas verdaderas (1937), un testimonio aún hoy inspirador sobre su estancia en la aldea de Contadour que sin duda influyó en la génesis de El hombre que plantaba árboles. Este relato, no obstante, es pura ficción, por mucho que al terminarlo uno querría que todo hubiera ocurrido de verdad.El narrador, un chico joven que no desvela su identidad, llega a una comarca de los Alpes que encuentra desértica. No hay vegetación ni agua; apenas viven tres personas en la región. Allí conoce a Elzéard Bouffier, un hombre de mediana edad que, después de perder a su hijo y a su esposa, lleva una vida retirada. Como los tipos duros de la montaña, Elzéard apenas le habla, pero le abre las puertas de su casa y le muestra su curiosa tarea: plantar árboles. Este hombre terco, obstinado, lleva a cabo la actividad sin que nadie se lo pida y sin esperar ningún reconocimiento; tan solo impulsado por su propia convicción. Con el paso de los años (y de las dos guerras mundiales), el joven visitante, que ya no es tan joven, regresa al lugar. Cree que el proyecto de Elzéard no habrá prosperado, pero se equivoca: donde antes no había nada, ha crecido un bosque. El terreno árido se ha convertido en un área verde donde la gente quiere volver a vivir. Y el agua brota otra vez de las fuentes.La moraleja está clara: hay que cuidar el medioambiente; además, las acciones individuales, por minúsculas que parezcan, pueden conducir a grandes (y prósperas) transformaciones. Es asimismo una invitación a no ser egoísta y pensar más allá de uno mismo: el plantador de árboles sabe que, cuando el bosque crezca, él ya habrá muerto, pero continúa con su proyecto aunque no lo pueda ver terminado. El narrador, que vive su particular coming-of-age, no entiende el tesón de Elzéard, no entiende que se obceque en una actividad que no le reportará ningún beneficio a corto plazo, que no contribuye a la búsqueda de la felicidad tal como él la concibe en su ingenuidad. Cuando vuelve al lugar, ya más curtido, se da cuenta de la gesta extraordinaria de aquel viudo. También se percata del «agradecimiento» de la naturaleza: en cuanto la miman un poco, ella misma se regenera a sí misma. La sanación no es imposible, tan solo hay que ponerle empeño y, sí, amor.Con el reto que supone el cambio climático en el siglo XXI, el mensaje del relato parece más vigente que nunca, y además ha resistido bien el paso del tiempo gracias a la prosa delicada de Giono, que sigue paso a paso el descubrimiento del narrador, con sencillez y sin estridencias. Aun así, pese a estar de rabiosa actualidad, no se puede obviar el hecho de que se publicara después de las dos guerras mundiales; las grandes crisis, como un conflicto armado, acentúan la necesidad de revoluciones vitales y el deseo de alejarse de la civilización humana, una civilización que ha mostrado su cara más oscura. El autor, que fue soldado en la Gran Guerra, rechazaba el (mal) uso de los avances técnicos para destruir la naturaleza y al propio ser humano. Por el contrario, el solitario Elzéard, sin más herramientas que sus manos, hace renacer un bosque; la tarea manual puede ser más fructífera que la industrial… aunque lo ideal sería concentrar todos los esfuerzos en la misma dirección. La nouvelle no deja de ser una alegoría, y por lo tanto exagera los efectos del gesto del plantador; pero la fábula resulta necesaria para concienciarse, para concienciarse y para recuperar la ilusión. No está todo perdido, eso es lo que nos dice.
Jean Giono
Martí Boada, doctor en Ciencias Ambientales, firma el epílogo de la edición catalana de Viena y hace notar un detalle pertinente: El hombre que plantaba árboles es una ficción forestal, a diferencia de las ficciones sobre granjeros o agricultores. Aunque los lectores no familiarizados con la materia puedan tender a meterlos todos en el mismo grupo de literatura sobre la naturaleza, en realidad cada uno aborda una labor distinta, que por lo tanto mantiene una relación única y exclusiva con el entorno natural. Y, como una forma de promover esas relaciones individuales con la naturaleza, nos invita a reflexionar sobre nuestra manera de adentrarnos en un bosque, de escuchar los sonidos, de oler los aromas. Es importante entrar en un bosque con respeto, preservarlo como el tesoro que es. Todos podemos tener a un Elzéard dentro, si queremos.