Por: Carlos B. González Pecotche
Artículo publicado en Revista Logosófica en mayo de 1941 pág. 7
Una de las cosas que la humanidad ignora o por lo menos aparenta ignorar, y que es, a no dudarlo, la causa diríamos mayor de su desgracia y desventura, es la que atañe al papel del hombre como ser inteligente frente a los ámbitos naturales de su existencia y del orbe. Ya hemos comprobado una y mil veces, que el hombre es ajeno a cuanto acontece en la esfera mental del mundo, no en lo que respecta a los hechos que ocurren y que de una manera directa o indirecta afectan al género humano, pues negar esto sería absurdo, sino al por qué de los mismos y a las causas que determinan las situaciones que a diario se le crean a él y al mundo. No sabe, o se resiste a admitirlo pese a las afirmaciones de la experiencia, que la especie humana ha sido puesta en un mundo donde imperan los pensamientos. Por algo el Creador le dotó de facultades y órganos apropiados para ejercitarlos en el vasto campo mental. Por algo fueron creadas en él aptitudes psicológicas que lo habilitan para nutrir su alma con la fertilidad del saber. Por algo existe en él la conciencia que regula sus movimientos volitivos y morales, atempera los excesos y estimula las bellas y nobles acciones. Por algo en su lucha diaria debe enfrentar problemas que sólo puede resolver con su mente. Sin embargo, es tendencia habitual no atribuir a la mente humana su verdadera función e importancia. Desde años venimos repitiendo que mientras el hombre continúe indiferente al conocimiento básico del principio mental: antes que el Verbo fue la mente, y se convenza de que los pensamientos son fuerzas que operan en el mundo, dentro y fuera de su ser, no podrá emanciparse jamás de la acción, sea directa o indirecta, de los mismos sobre su mente, dado que ellos son, en cierto modo, los participantes más activos de todos sus movimientos internos, conscientes o inconscientes, influenciando su ánimo e interviniendo en forma decisiva en cada uno de los pasos que da en cualquier dirección y fin. Desdichado el hombre que prefiere engañarse creyéndose dueño absoluto de sus pensamientos y de sus actos. La crónica diaria nos evidencia cuán errónea es esa actitud despectiva hacia todo intento de modificar su concepto; pero, en estos casos se dice, para justificar desvíos incomprensibles, que el hombre es juguete del destino. No, señores líricos de la especulación empírica; no debe atribuirse al destino, figura sideral si se quiere por su abstracta e ignota relación con nuestras maneras de ser, de sentir, de pensar y de obrar. Y no siendo el destino quien se complace en jugar con la vida humana, pues sería una insensatez pensar tal cosa, debemos admitir que más cerca de nosotros algo actúa con diligencia y rapidez, y ese algo no puede ser otra cosa que los pensamientos. No iré esta noche al teatro, piensa el hombre, pero acude un pensamiento a su mente recordándole una obra interesante a estrenarse; busca el diario para informarse qué hora comienza y olvidando lo que pensó primero, va solícito, llevado por el pensamiento que influyó su ánimo, a sentarse como si tal cosa, en la platea.
Desde hoy no jugaré más, dice aquel que como el jugador, el bebedor, etc., es atrapado por el vicio, mas los pensamientos afines vuelven con mayor violencia a excitarle e inducirle a continuar con el mismo. No soy capaz de matar una mosca, exclama el buen hombre que un día, en un arrebato de indignación alza su mano y mata al que le ofendió. Pero ¿ es la razón la que obra en cada una de estas circunstancias, o la conciencia quizá, o el sentimiento? No seamos ingenuos, ¡por Dios! —habría dicho Voltaire—, creyendo que estas cosas las hacemos en sano juicio. Admitamos, entonces, que son los pensamientos —no en el concepto ambiguo y erróneo que la generalidad los tiene, sino tal como ellos son en realidad— quienes imperan en el mundo mental en que vivimos. Si no nos aprestamos a buscarlos, descubrirlos y dominarlos, no seremos otra cosa que juguetes de sus hábiles maniobras, y en tales condiciones no podrá esperarse nunca disfrutar de una verdadera felicidad.