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El hombre y su gregarismo

Publicado el 21 noviembre 2010 por Anveger

Los sentidos, las emociones, nos embargan. Nuestra consciencia se alimenta de inconsciencia. El corazón tiene razones que la razón no entiende. Las primeras impresiones, aunque no lo queramos reconocer, son las únicas.

Queda muy bien formalizar, despojarnos de la subjetividad, de nuestra individualidad. Pero, ¿debemos callar de nosotros,  debemos objetivizar, como Kant quería?

Digo esto, porque en el ser humano las emociones irradian a borbollones  en cualquier ámbito que pueda imaginarse y, póngase como se ponga, somos un animal. Y, como todo animal, somos marionetas a manos de nuestros instintos, de las emociones. Y el instinto de supervivencia es el que subyace tras la dinámica del resto de comportamientos inherentes (amor, rabia, búsqueda de la felicidad, diversión, …).

Por ejemplo, en las disciplinas que se caracterizan por la objetividad, por la búsqueda de la verdad, (historia, filosofía, física, química, economía, etc.)aunque aparentemente estén libres de toda inconsciencia, de toda subjetividad, eso es, sencillamente imposible. Por ejemplo, la física: en física, no sólo se tiene en cuenta el mundo en si (que, dicho sea de paso, es imposible observar), sino el sujeto que recibe las impresiones del mundo; es decir, no estudia los fenómenos tal y como son, sino tal y como los vemos, que es muy diferente. Y, fíjense, que he puesto como ejemplo una de las disciplinas más objetivas que existen actualmente (física): con los demás campos, mucho más de lo mismo.

Pero aquí es donde radica el aspecto fundamental del ser humano, la intersección entre objetividad y subjetividad: el gregarismo. En los sentimientos, el hombre necesita del hombre mismo: he aquí el instinto de relación social, de búsqueda del ser amado, instinto paternal, querer a la familia, etc. Bien, pues en cualquier otro estadio de la historia, momento de la vida, intersticio o ámbito de conocimiento, acontecerá exactamente lo mismo: necesidad de apoyo, complicidad, parecerse a los demás, mimetismo, etc.

Volvamos a las ciencias, al saber objetivo. Un conocimiento científico, no es aceptado hasta que una gran parte de la comunidad (científica y pública) lo acepta. La verdad, por tanto, se sustenta en lo público, jamás en lo privado. Ahora bien, y esta es una de las paradojas más dolorosas, la certeza de una afirmación no implica, necesariamente, el reconocimiento de ésta. ¡Cuántas teorías habrán sido demonizadas, siendo ciertas! Personalmente, éste es el epicentro del ser humano: la dialéctica entre la verdad en sí y la verdad reconocida, la que es pública, pues, además, la verdad que es publicada no implica, necesariamente, que sea cierta. ¡Cuántas afirmaciones se darán por apodícticas (necesariamente ciertas), cuando, en realidad, son falaces!

El hombre y su gregarismo

Por tanto, para que en el conocimiento se produzca justicia se tienen que cumplir dos condiciones (una objetiva y otra subjetiva), independientes entre sí; debe de producirse la susodicha intersección. La primera que la afirmación sea cierta y, la segunda, que la afirmación sea conocida, reconocida y compartida por los demás. Da igual que hayas pasado toda una vida aprendiendo que “dos más dos igual cuatro” y que lo tengas demostrado en inumerables páginas, que si, por desgracia, un gran número de personas se empecina en que “dos más dos igual uno”, habrás perdido y la verdad, se convertirá en falacia. Entonces, en caso de que se produzcan disonancias entre verdad en sí y verdad pública ¿hay que defender la verdad o hay que sumarse al incosciente colectivo, cumplir uno de los instintos más arraigados en la especie humana: la intersubjetividad? O, dicho de otro modo ¿hay que someterse a los instintos como animal que somos o, por el contrario, debemos de utilizar nuestra capacidad para inhibirlos y defender nuestra verdad, por muy egregia que resulte?



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