Le he dicho al fantasma de DFW que debe dejarme tranquilo un rato. Debo abandonar los paréntesis y esas manías de las notas a pie de página que están asegurándole a los que se dedican a la crianza de perros lazarillo un próspero futuro.Se lo he repetido y puede que me haya hecho caso.
La cosa va así.Entro en un establecimiento de esos que en Barcelona llamamos Frankfurt. En Barcelona llamamos así a los bares especializados en bocadillos de esas salchichas ahumadas de origen alemán, lo que los yankies llaman hot dog, pero que aquí, que somos muy europeos y muy exquisitos y tenemos castillos con condes y marqueses en batín paseándose por sus estancias, hemos dado en llamar con el nombre de una ciudad. En Barcelona los hay a patadas y son un socorrido recurso para varias cosas. Cenas rápidas con amigos, antes de salir de copas (considerando que suele consumirse cerveza), sustituto de otro tipo de fast-food más denostado por su vertiente industrial y multinacional (Mc Donalds, Burger King). El que voy habitualmente está cerrado, voy a otro. Entro. La estancia está vacía: en la terraza hay una pareja. En el interior están dos empleados: camarero y cocinero, respectivamente. Mi hijo me acompaña. Los dos empleados, pero sobre todo el camarero, tienen ese aspecto de haber sido forzados a abrir en una fecha en que no lo hacen habitualmente, a la par de no tener excesivas ganas de que ese experimento resulte exitoso. Todo lo que pido (o sea, lo extremadamente poco variado que puede pedirse en un establecimiento así, que sirve exclusivamente bocadillos, bebidas y poca cosa más) es objeto de algún tipo de inconveniente por parte del camarero. Parece estarme invitando a largarme, parece estar esperando que yo diga alguna cosa para echarme a cajas destempladas. Pienso en cámaras: en una que me acabe indicando que soy objeto de una broma o en una que pueda llevar yo para explicarle al encargado del negocio como se comportan los patanes a los que deja al mando. Repito: ni uno de los productos de mi sencillo pedido de comida para llevar a casa es aceptado tal como lo pido. Donde exijo una salsa debe ir otra, donde pido que no haya una guarnición la tienen que imponer. Tengo una reacción que auto-reprimo, por considerarla aburguesada: eso de decir que soy el cliente y que tengo la razón. Pero me gana mi sentido doble de ridículo y discreción. Se trata de no volver y punto. Negociados todos los detalles, tensos mis resortes ante la casi segura situación de que se equivocarán en todo lo que me sirvan, que abriré el paquete cuando llegue a casa y me cagaré en los muertos y juraré no volver, se inicia el momento cumbre. El camarero pasa el pedido y el cocinero, a un par de metros, empieza a prepararlo. No veo lo que hace. Mi hijo está frente a mí, de espaldas a la TV de 42' HD que está puesta y que yo tengo, por lo tanto, en frente. Telecinco. Repetición de una de esas infectas galas de final de año. Nuria Fergó: toma ya. Si los triunfadores de las ediciones de OT son potentes instigadores al vómito, imaginaros una absoluta segundona de un concurso patético. Nuria Fergó, por eso, es guapa. Pero su aspecto resulta bochornoso, intentando cantar una cancioncilla con un estribillo sumamente irritante, música comercial de la más infima categoría que no cumple ni el requisito mínimo de tener un ripio pegajoso. Mi amigo el camarero se sabe la canción de memoria y la canturrea embelesado. Sé que me está provocando con eso, sé que no ha tenido bastante poniendo pegas a todo lo que he pedido. La Fergó acaba su playback entre bailarines ultra amanerados y aplausos enlatados. Salen cantando sevillanas cuatro tipos de más de 50 años con trajes de dependientes de gran almacén (no descarto que alguno lo sea: es literalmente imposible ganarse la vida cantando semejante porquería) y el camarero aún se entusiasma más en su seguimiento de música y letra. La tensión se masca pero el cocinero acaba su labor. Apunto de ponerme esa mayonesa que he rechazado amablemente, parece que el camarero no quiera desaprovechar una última oportunidad de contradecirme. No lo permito: pido la cuenta y pago. Se olvida de cobrarme las patatas. Salgo apresurado.