Este mes los huracanes se han sucedido por el trópico caribeño, arrasando cuanto hallaban a su paso. Tres de ellos han sido los más devastadores del año, causando grandes daños materiales y cobrándose el tributo de víctimas humanas. Se trata de los huracanes Harvey, Irma y María, todos ellos de máxima categoría (5 en la escala Saffir-Simson), lo que supone vientos de una velocidad superior a 200 kilómetros por hora y, por tanto, de una severidad catastrófica. No son, empero, fenómenos extraños ni inhabituales, a pesar de su espectacularidad y capacidad destructiva. Esas tormentas salvajes de agua y viento siempre han asolado el Caribe por estas fechas y constituyen, de alguna manera, el anuncio del tímido invierno que se avecina en el hemisferio norte. Sin embargo, es el calor que todavía conserva la superficie del mar en esas zonas cercanas al ecuador terrestre y la consiguiente evaporación del agua oceánica lo que provoca, al ascender el aire cargado de vapor de agua, la abundante nubosidad y la gran precipitación torrencial que caracteriza a los huracanes. Es por ello que los huracanes se forman y alimentan en el mar y, al tocar tierra firme, pierden energía y se diluyen en forma de una tormenta convencional hasta que desaparecen.
Pero las noticias de los destrozos, inundaciones y pérdidas humanas ocasionadas por estos ciclones a su paso por el Caribe, es lo que me ha hecho desmitificar la memoria que guardaba de los huracanes desde mis tiempos infantiles. Los recordaba como fenómenos extraordinarios que estimulaban, más que miedo, la imaginación y las ganas de aventura de un niño que no era consciente del peligro. Aquellas imágenes mitificadas de mis padres, como todos los adultos, acostumbrados, con su calma bendita y habla amorosa, a enfrentarse a estas fuerzas desatadas de la naturaleza protegiendo puertas y ventanas, sellando rendijas y huecos, agrupando los coches en plazas o junto a edificios macizos de cemento, avituallándose de víveres y velas y velando durante la noche, con la familia congregada en torno a un café para los adultos y leche con chocolate para los niños en la estancia más segura del hogar, esperando el paso del huracán, todos atentos al silbido culebrino del aire y a las noticias de una radio charlatana y siempre en alerta, ahora parecen de película. Una película inverosímil y ficticia frente a la ruina y la desolación que, en realidad, traen consigo los huracanes.
Lo que reflejan los periódicos del presente es un panorama de caos, con ríos desbordados, marejadas que han invadido las zonas costeras, árboles arrancados de cuajo, techos y ventanas volando por los aires, antenas, postes y semáforos caídos, carreteras cortadas, puentes rotos, miles de personas sin electricidad y sin agua, y muertos, muchos o pocos, pero víctimas mortales que no pudieron resistir el zarpazo terrible del huracán. El interés de los meteorólogos es prever la fuerza y el desplazamiento de estos fenómenos, la preocupación de la gente es sobrevivirlos cuando, a pesar de los avances modernos, siguen siendo una fuerza devastadora y, en muchos casos, mortal. Por eso hoy, tras el paso de María por Puerto Rico, el solar de mi infancia, no puedo menos que unirme en solidaridad con los que sufren y combaten esta calamidad, borrando aquel recuerdo nostálgico de la niñez para sustituirlo por la esperanza y entereza de los damnificados. Estoy convencido, haciendo mías las palabras del gobernador de la isla, que “no hay ningún huracán más fuerte que el pueblo de Puerto Rico”. Estoy seguro de ello.