Hay cierta tendencia actual a respetar el idioma que los nativos dan a los lugares. Algo que no siempre ha sido así y que ha logrado dar a topónimos de todo tipo tantas grafías y pronunciaciones como idiomas hay; quizá más exactamente, como idiomas tenían quienes los visitaron. Es claro que fueron los viajeros quienes “rebautizaron” los lugares, y podemos imaginar que serían aquellos de cierta cultura, porque la inclusión en el idioma se ha producido por la decantación de la tinta de los escritores sobre la memoria del papel. En la novela Trafalgar el gran cronista Benito Pérez Galdós pone en boca de Marcial, aguerrido marino de pata de palo y veterano de mil batallas, que tras una acción de guerra de los ingleses sin previa declaración (curiosamente la guerra funciona en este sentido a la contra que el amor, que lejos de cobarde se considera romántico) es llevado detenido a Plinmuf (Plymouth). Es gracioso imaginarse la castellanización como de uso común, pero es lo cierto que la misma distancia hay entre Londres y London.
Es el destino en esto caprichoso. Nombres hay que tuvieron su interpretación, y otros que no. De las viejas ciudades norteamericanas Boston o Charleston no necesitaban ninguna adaptación, y la nueva York, en su rebautismo por los ingleses tras la compra a los holandeses, lo ponía fácil. Otras, como Washington, no sufrieron ninguna adaptación, quizá porque no parecía honrado alterar un nombre que era un homenaje a quien era respetado como un héroe en toda Europa. Y otros tienen un curioso origen previo, sucesivamente adaptado, como es el caso de Chicago, que resulta ser una transcripción al francés de la palabra indígena shikaakwa, que al parecer significaba cebolla o ajo silvestre y que en principio se recogió como “Checagou” por un tal Robert de La Salle en 1679.
Quizá la conclusión es que los viajeros tienen —más bien tuvieron, antes de la bendita globalización— ese derecho de adaptación. Los que se aferran a formas pretéritas de escritura hoy enmendadas están posicionándose junto a quienes quizá no querrían, y desde luego no tiene nada de “castellano viejo” repetir los topónimos asiáticos tal como los conocimos hace algunas décadas, porque por lo general provienen del francés, que primero los transliteró.
Hay casos curiosos. Como explica Emilio Bernal Labrada en su blog http://www.mundolatino.org/nuestroidioma, algunos nombres son “rebotes” de un idioma a otro; como Bahamas, que proviene de “Islas de Bajamar”, y que tras esa “adaptación” al inglés volvió a nuestro idioma para quedarse. O Bermuda, que proviene de su descubridor, Juan de Bermúdez. Y asimismo Miami, también procedente de una lengua indígena, que comenzó a ser pronunciado “a la inglesa” y que nos hace sonreir con cierta benevolencia cuando lo oímos en boca de hispanohablantes como “Mayami”.
Nos sumamos desde aquí a esa cruzada (parece que vana) para recuperar para el español la dicción “Tejas” del estado americano de la estrella solitaria, aun conservando su grafía Texas, porque (¡por dios santo!) el nombre lo pusieron los españoles cuando aún el alfabeto no había asentado la forma actual de la letra jota y conservaba aún la transcripción de la letra griega equivalente; por mucho que les pese, a los más vaqueros de todos los cow boys del far west.
Tan imprevisibles son las adaptaciones que a veces hasta del error se nutren. Es el caso de Key West, que fue incorrectamente traducido como Cayo Hueso, en lugar de Cayo Oeste. O como la Costa de los Mosquitos, que aunque abunde de bichos obtuvo su nombre de los pobladores, el pueblo misquito, pero el nombre en seguida transliteró a Mosquitía.
Hay cientos de ejemplos, y el viento de la Historia susurró a veces algunos de ellos entre todos los pueblos de la Tierra, como Roma, París, Aquisgrán, Estambul, El Cairo o Pekín, y por ello han sido adaptados prácticamente a todas las lenguas existentes. Por eso mismo no parece muy conveniente dejarse llevar en este asunto por modas o recomendaciones más o menos bienintencionadas pero que alejan la escritura de estos términos de lo que precisamente les dio valor: la costumbre, que las hace reconocibles por todos los hablantes. Como dice bastante jocosamente Fabio Guzmán Ariza en http://www.fundeu.es/noticia/pekin-o-beijing-4638, quizá un periodista atrevido se atrevería a decir que la raza de perros pequeños, blancos y de bastante mala leche bien conocidos de todos debe llamarse “beijingués” a partir de ahora. Simplemente ridículo.
Pero volvamos al principio. Parece que esa costumbre de adaptación remite, y que la globalización nos permite asimilar con mayor naturalidad términos extraños a nuestro idioma. Parece obviada la obsesión por que todas las palabras que usamos cumplan escrupulosamente las normas ortográficas del español, y decimos Bath con el acento más británico que conseguimos, y Valenciennes en nuestro rudo francés sin musicalidad, pero sin ánimo de modificarlo (y mucho menos de escribir “Baz” y “Balancián”). Siguiendo la tendencia ¿llegaremos a utilizar los términos en los idiomas de sus habitantes, en un camino desandado que haría de más valor la grafía perseguida como “universal”, superando las “locales”? Aunque en principio quizá pudiera parecer descabellado, quizá tras el ejemplo del título no lo parezca tanto.
La ciudad de Maastricht está localizada en uno de esos enclaves de Europa expuestos a los intereses de los gobernantes y a la cólera de los ejércitos. Fundada por los romanos como Mosae Trajectum porque en principio creció alrededor de un puente sobre el río Mosa, diferentes avatares la hicieron dependiente de alemanes, españoles, holandeses, franceses y belgas. Como enclave español durante unos ochenta años tras su sitio y conquista por Alejandro Farnesio en 1579, en ese tiempo se usó el término Mastrique, y así aparece en mapas de la época. Pero tras la retirada de aquellos territorios que nos habían dado al rey Carlos e innumerables disgustos y sinsabores el enclave dejó de constituir una realidad para España, y otras naciones se batieron por él. El nombre en español podía haber dormido como tantos otros términos hasta que se hizo nuevamente necesario (como sucedió con chapapote, de la misma época, que entonces nombraba el alquitrán con que se calafateaban los cascos de las naves para impermeabilizarlos antes de la botadura y que, por razón de un desastre mediambiental reciente, pasó a denominar la masa de petróleo viscoso que se adhiere con facilidad a todo lo que toca tras su vertido al mar), pero quiso el destino que reapareció más de tres siglos después para denominar un tratado internacional. ¿Parecía conveniente usar cada grafía nacional para denominarlo? No, es claro. No habría parecido muy serio que un mismo tratado se hubiese denominado de Maastricht, de Mastrique, de Mestreech o de Maestricht, así que pasamos a asimilar el nombre que los antaños feroces enemigos le dieron al lugar.
Una curiosidad más de esa pequeña ciudad. Si el dominio español se produjo en tiempos del mayor monarca que el mundo conoció, Felipe II, el francés acaeció en tiempos del Rey Sol, Luis XIV, el apabullante y refinado rey que abrumó a todos los países a su alrededor (umbríos frente al sol francés, podríamos decir parafraseando al poeta rojo), tras un sitio comandado por un valiente mosquetero apellidado D’Artagnan de cuya figura se conserva una estatua aún.
Noble gesto, eso de conservar una estatua levantada a un conquistador, pero para comprender cómo han cambiado las cosas quizá también habría que decir que este enclave estratégicamente situado es ahora sede de empresas como DaimlerChrysler, EDS y Hewlett-Packard. Quizá ahí veamos la clave de la globalización: la ciudad que antes era objeto de luchas y víctima del ansia de conquista es ahora estandarte de unidad, internacionalización y progreso. No es mal aroma para un viento nuevo.