Estos días he podido asisitir a unas conferencias -con interés dispar- sobre Inseguridad y Desarrollo en África. Allí, entre otras cosas, se ha tratado de la inseguridad personal y colectiva de los somalíes. Un tema que realmente tiene importancia histórica para nosotros, aunque sólo sea por el hecho de que Occidente contribuyó definitivamente al enquistamiento de este conflicto del cuerno de África sólo por su afán de salir en la foto.
El país somalí se encuentra dividido entre el control de varios señores de la guerra y diversas identidades de clan que actúan creando alianzas así como modificándolas. Una de las identidades unificadoras ha sido, históricamente, la identidad islámica. De inspiración sufí, la identidad islámica en somalia contribuía a romper las atarudas de clan y a unificar a la población de un Estado sin instituciones.
La desestructuración del Estado somalí provocó que el mundo de las ONG comenzaran a realizar labores humanitarias propias de los servicios públicos estatales de cada país. Y entre este grupo de ONG también se encontraban varias pertenecientes al mundo saudí del islamismo wahhabista. La fuerza de la identidad islámica, potenciada además por su red de protección social y solidaridad, provocó la pérdida de ciertos valores sufíes y la vuelta al pensamiento más tradicional -si bien el wahhabismo no está en los orígenes del Islam, sino que es una reinterpretación ortodoxa de ritos paganos y ajenos a la experiencia islámica del siglo XVIII, que es cuando nace.
En el año 2006, tras la invasión etíope de Somalia, EEUU decidió ponerse manos a la obra. El peligro de que diversos clanes fueran apoyados por Al-Qaeda hizo sentirse inseguro al (des)gobierno de Bush y se buscó una solución. Si Somalia quería ser un Estado islámico, que lo fuera, pero de los buenos, es decir, moderado. Desde Washington se apoyó la creación de una alianza entre los islamistas moderados, diversos señores de la guerra y los grupos laicos que aún existían en la política somalí que se tradujo en el actual gobierno del Cheikh Ahmed.
Este gobierno ha tenido una fuerte presión de sus opositores islámicos wahhabistas. Tal es así que Cheikh Ahmed decidió reformular su política gubernamental y, con el consiguiente apoyo occidental que sustenta y legitima a su gobierno, ha instaurado la ley islámica y a robado medidas tradicionales a su oposición, pensando así que, dejándoles sin espacio político de reclamación, tenderían a desaparecer. Sin embargo la oposición también es capaz de encontrar resistencias y modificar sus exigencias políticas y ha pasado de un wahhabismo moderado a un fundamentalismo extremo, siguiendo la senda de control político y social de Afganistán -aunque con diferencias- y provocando una polarización de la política somalí en un eje que ya podemos afirmar es: fundamentalismo-radical en lugar de moderado-fundamentalista.
Todo esto conduce a pensar, inevitablemente, en la Historia. Esa vieja señora que nos pone delante de nuestros ojos las actuaciones tales como el famoso Pacto de Munich. Éste, para quienes no quieran seguir el enlace, tenía como protagonistas a los Estados de Alemania, Francia, Italia y Gran Bretaña en 1938. Saltándonos su casuística, podemos afirmar que el Pacto tenía como objetivo primordial calmar las aspiraciones territoriales de la Alemania Nazi otorgándole una parte de Checoslovaquia. Teniendo contento al alemán, ingleses y franceses pensaban que podrían evitar una guerra.
Sé que éste es un argumento un tanto peligroso en tanto en cuanto se ha utilizado por muy diversas fuerzas políticas de izquierda y de derecha para justificar su capricho de no reunirse o negociar con tal o cual facción contraria. Sin embargo me he de arriesgar a utilizarlo por cuantas similitudes he encontrado entre los proyectos fundamentalistas nazi y wahhabistas.
Ambos poseen una cosmovisión de supremacía de su proyecto. Mientras que el alemán era un radicalismo surgido de la Modernización, el wahhabismo pretende recuperar unos tiempos míticos e inexistentes de tradición y código moral. Los wahhabistas, además, combaten a los heterodoxos en tanto en cuanto se consideran la voz de la ortodoxia divina, y permiten a éstos convertirse a su doctrina, es decir, tiene un carácter inclusivo. Mientras que el proyecto nazi no permitía agregarse al grupo -como todas las teorías del pueblo elegido- y su proyecto político era muy fuerte y determinado.
Con estas similitudes y diferencias de los actores a los que se intenta contentar, debemos tener en cuenta qué está haciendo este proyecto de Gobierno Global que a día de hoy estamos experimentando, alimentando y engordando. Y la priemera de las conclusiones que podemos sacar es que no existe una verdadera voluntad de provocar el cambio político, social y económico hacia la mejora de las condiciones de la gente, sino una sencilla voluntad de que los gobiernos de países pobres actúen como kapos encargados de la vigilancia de su población, para que no molesten a los intereses occidentales. Cosa que no sorprende, claro.
Pero lo que más preocupa es que no existe entre toda esa masa crítica existente en el mundo, ningún grupo capaz de proporcionar una advertencia sobre esta forma de actuar, capaz de liderar una postura contraria a la teoría del contento, a la práctica de que si el pensamiento fundamentalista-radical quiere quedarse con un Estado y retener su población como rehén, el Gobierno Global no va hacer nada siempre y cuando no molesten llamando a la puerta o insultando desde la barrera. Que falta un Objetivo General al que contribuir y, por tanto, formulamos malos Objetivos Específicos en nuestra política internacional.