Todo aquel que habla de cine (pelis o series; series, he dicho bien) suele hacerse bastantes pajas con eso tan elevado y artístico como la dirección, los movimientos de cámara, el guión, la fotografía y todas esas cosas que, sí, son muy importantes, pero no lo son todo. Muchas veces, un producto de perfil medio, catapulta un interés superior debido a un factor esencial: un personaje.
Existen dos tendencias en las series: la coralidad (The wire, Treme, Deadwood) y el peso de los protagonistas (Mad Men, Los soprano, Dexter, Breaking Bad). Tras el ocaso de las obras magnas que HBO inició en la primera mitad de la década pasada y a medio caballo entre las nuevas hornadas de series que se nos proponen (tanto HBO como AMC o Showtime) que todavía están en emisión y cuyo seguimiento supone casi siempre un calvario a cuentagotas. A mí, me pierde la paciencia. Por eso, no está mal, recurrir a productos acabados, aunque sean a priori menores. ¿Menores?
Que Boston Legal no va a pasar a la historia de las series es un hecho. Y una pena. En serio. Vale que peca de previsibilidad, chovinismo y hasta cierta misoginia. Puede que coquetee en ocasiones con lo zafio y el mal gusto también, pero ¿y qué? Nada es tan agradecible como el que sean capaces de arrancarte dos o tres carcajadas (no hablo de un gag gracioso, hablo de reír a mandíbula batiente) en cuarenta minutos sucesivamente durante cinco temporadas.
Centrada en las aventuras de Alan Shore (James Spader), un personaje absolutamente redondo, y Denny Crane (William Shatner), dos abogados de éxito de Boston, es capaz de bucear con ironía e inteligencia (en casos basados en hechos reales) en la política, las costumbres y la actualidad reciente americana, a la vez que desgrana las claves de una amistad verdaderamente pura de dos individuos solitarios, multimillonarios, insatisfechos e infelices atrapados tras una fachada de éxito y miles de dólares. A mí me ha cambiado la perspectiva de muchas cosas, así que... ¿qué voy a decir? Pues que hay que verla.