Revista Ilustración

El impulso

Por Robertelyankee
             
El impulsoNo lo pudo soportar más. Los dos hijos que tuvo con Alina nacieron malditos. Imperfectos. Tuvieran los años que tuvieran, siempre iban a parecer niños de cinco años. No servían de ninguna ayuda para sacar la hacienda adelante. Él, Patriard, quien antes de tener progenie presumía en las tabernas del valle de su sana y contundente virilidad, ahora esquivaba los lugares públicos porque se sabía que era objeto de continuas murmuraciones, burlas y conmiseración por parte de sus antiguos amigos, vecinos y resto de habitantes de la zona. Se volvió una persona muy huraña, distante de todo contacto íntimo con su mujer, centrado en la dura labor de la mera subsistencia, con dos hijos que eran una rémora para la débil y modesta economía familiar.              Su carácter era cada vez más agrio, seco, rudo. Ignoraba a Rudolf y a Thomas. No los consideraba dignos de su atención. Era Alina quien se ocupaba de cuidarlos, de lavarlos y de alimentarlos, pues por ellos mismos no podían realizar ni las labores más básicas en la vida cotidiana de un ser humano normal.   Pasaron unos años. Los niños se transformaron en jóvenes de quince y dieciséis años, pero la situación no había variado con el tiempo. Continuaban siendo criaturas inútiles.   Patriard estaba harto de esa situación. Y su rabia se transformó en una furia incontrolable cuando supo que Alina estaba encinta de nuevo. ¡Era imposible! No mantenía relaciones carnales con ella desde que tuvo a Thomas. Su ardor lascivo lo consumía con las prostitutas de las aldeas cercanas, pero nunca jamás había vuelto a acariciar siquiera la piel de su esposa. Eso significaba que Alina le había sido infiel, que había mantenido una relación pecaminosa con otro hombre. Que el ser que iba a engendrar, pertenecía al miserable que había mancillado su apellido.                Alina quiso serenarle. Le quiso hasta convencer que aceptara las consecuencias de su adulterio.   - ¿Cómo decís, ramera? ¡Que reconozca a un bastardo portando los apellidos de mi linaje!                " ¡NUNCA JAMÁS! ¡NUNCA! – gritó enardecido Patriard ante esa pretensión por parte de su mujer.   - Pero, Patriard. Puede que el niño sea sano. Y por fin tengamos a alguien que cuide de sus hermanos, y a nosotros cuando seamos viejos y débiles.   - ¡Estás insinuando que la responsabilidad es mía por haberte dado unas criaturas viles e insulsas! ¡Que con otro hombre, vas a obtener lo que siempre quisiste, un hijo sano!   “¡Puta! ¡Malnacida! ¡No te necesito a ti, ni a lo que portas en el vientre, y mucho menos a los dos idiotas que tenemos por descendencia!   Patriard no lo pudo soportar más. Decidió que lo mejor era acabar con aquella situación. Para ello utilizó con firmeza el hacha de leñador. No le costó mucho matar a Alina, aún a pesar de tener que escuchar sus ruegos, lloros y gritos de angustia. Más sencillo todavía fue acabar con Rudolf y Thomas. Eran tan simples, que ni siquiera huyeron cuando fue en pos de ellos decidido a destrozarlos con el filo del hacha.   Tras aquel acto de violencia desatada, Patriard abandonó su hogar para siempre, acarreando simplemente los complementos que utilizaba para la caza, vagando por los bosques y montes de los valles, medrando como si fuera un ser salvaje, alimentándose simplemente con lo que la madre naturaleza tuviera a bien propiciarle…


   Discurrieron semanas. Luego meses. Patriard se había convertido en un nómada, alejado de cualquier contacto humano, muchas veces por expreso deseo propio, y el resto por la soledad del entorno en que se movía. Eran parajes inhóspitos y nada frecuentados por las gentes poco aventureras.   Aún así, un día descubrió un campamento, donde había personas afilando las herramientas. Cuchillos, hachas, machetes… Vestían harapos y estaban desaseados. Aunque el aspecto que debía de mostrar Patriard tras meses vagando por las montañas no debía de ser mejor al ofrecido por aquellos extraños.   Tras pensárselo un instante, decidió presentarse ante ellos, pues sus utensilios de caza estaban con los filos romos, y pretendía pedirles que le dejaran amolarlos en una de aquellas piedras de afilar que estaban utilizando con tanto ahínco.   - Hola. Soy Patriard. Soy un cazador y me he fijado que estáis afilando vuestras herramientas. Yo tengo las mías necesitadas de mejorar su corte, y me preguntaba si no os importaría que pudiera afilarlas en una de vuestras piedras – se presentó saliendo de entre la maleza.   Eran cinco hombres. Todos se le quedaron mirando en silencio. Finalmente uno de ellos, el de mayor edad, le hizo una señal concediéndole el permiso.   Patriard eligió la piedra que no estaban utilizando aquellas personas y se dispuso a mejorar el filo de su cuchillo.   El sonido de la fricción de la hoja contra la piedra era lo único que se percibía. Tanto él como los cinco hombres estaban callados, contemplándose sin disimulo.   Estuvo así un rato, hasta que terminó.   - Bueno, ya está. Os agradezco el gesto y me marcho. Que tengáis buena caza.   Los singulares cazadores le rodearon, impidiéndole que avanzara más pasos.   - Si quieren alguna moneda, lamentablemente tengo que decirles que no tengo ni un cuarto de plata.   El mayor se le enfrentó de cara. Posó su mano derecha sobre su hombro y le sonrió con franqueza.   - En tal caso, tu aportación nos vendría bien. Quédate con nosotros una temporada. Te aseguro que se nos da bien abatir piezas. Luego ahumamos la carne y la vendemos en los mercados. Así sacarás un dinero que seguro que te conviene para salir de la pobreza.   - Yo no soy pobre. Ni rico.                " Me encanta la naturaleza. Nunca me molesta nadie.   - Bueno. Si no te apetece socializarte, por lo menos, en compensación por haberte dejado afilar el cuchillo, te pido que te sumes a la cacería de esta tarde. Siempre vienen bien dos manos más que empuñen un arma, ja-ja.   Patriard estuvo de acuerdo. Hacía tiempo que no cazaba en grupo, y sería revivir tiempos pasados más felices, mucho antes de haber tenido hijos.   Fue invitado a un pequeño ágape para acumular energía que iba a emplearse durante la batida. Fueron trozos de carne ahumada y una pinta de vino de alta graduación.   Animados por el alcohol, cogieron todo lo necesario, y el grupo se dispersó por el bosque en parejas. Patriard iba acompañado del cazador de edad avanzada.   Estuvieron toda la tarde explorando la zona sin mucho éxito, hasta que dieron con la entrada a una pequeña cueva. Parecía una ermita. Dentro de ella se veía a un religioso rezando con devoción ante una reliquia.   - Ya tenemos lo que queríamos… - le susurró el cazador a Patriard al oído.   Este se quedó consternado por la frase.   - Decías que estabais de caza. No saqueando a personas indefensas.   Los ojos malsanos del cazador le miraron con cierta diversión.   - Lo que no te hemos explicado, es el tipo de presa que buscamos.   Nada más decirle esto, salió de su escondrijo y se dirigió hacia la ermita. El religioso intuyó su presencia por el ruido de las ramas al partirse bajo sus pisadas, pero antes de que pudiera incorporarse, ya le había soltado un buen tajo con el hacha en el hombro derecho. Con la sangre manando a chorros de la herida, y con la víctima gimiendo de dolor, el cazador buscó con la mirada a Patriard.   - ¡Venga! ¡Échame una mano! Ahora tienes el cuchillo afilado.   Patriard sintió que se le aflojaban las piernas. El efecto del alcohol ingerido y el grado de nerviosismo que experimentaba le impedían cualquier movimiento.   Entonces el rostro del religioso se volvió. Buscó descaradamente a Patriard con la mirada.   - Cabrón. Aún te resistes a morir – farfulló el cazador, impaciente.   El religioso alargó una mano y se hizo con el hacha incrustada en su carne por el mango. En un movimiento brusco, dirigió el filo contra la garganta de su agresor, y con precisión, lo decapitó allí mismo. El cuerpo del cazador aguantó de pie un par de segundos, hasta perder el equilibrio y caer pesadamente sobre el suelo de piedra de la ermita.   Patriard estaba atónito. La sangre ya no manaba del hombro malherido del religioso. Con espanto, lo vio incorporarse de pie, y sin saber cómo, se esfumó de su vista, apareciendo al instante enfrente suya, a escasos centímetros de su rostro aterrado.   - Te llevaba mucho tiempo buscando, Patriard.   - ¡Por Dios! ¿Quién eres?   - Acuérdate de tu familia, Patriard. Reconozco que me alegré del final que les distes. Lo que me disgustó fue que luego no tuvieras el valor de quitarte a ti mismo la vida, y que te dedicaras a huir de tu destino.   - ¿Cómo sabes lo de mi mujer y mis hijos? No había ningún testigo… Estaba a solas con ellos cuando…   - ¿Lo ves, Patriard? Siempre titubeando. Si no hubiera sido por la de veces que estuve en el interior de tu cabeza induciendo a que cometieras el exterminio de tus seres, en este caso, poco queridos, nunca hubieras estallado en un arrebato de cólera. La locura no se hubiera asentado en tu mente. Y recuerda, gran y miserable pusilánime, que tu esposa fue promiscua a tus espaldas, y que tus hijos fueron sendas aberraciones. Así que eran merecedores de morir. Pero no, tú los estuviste soportando durante demasiados años.   - No.   - ¿Cuándo empezaste a sentir el ansia de matarlos? Yo te responderé. En los últimos meses. Antes ni se te había pasado por la cabeza tal ocurrencia.   Era verdad. Patriard había soportado con resignación la terrible tragedia de su vida, como era haber tenido dos hijos por él no queridos por su apariencia y su simpleza mental. Fueron unos meses antes de que acometiera la matanza, cuando se inició aquel hervor que iba aumentando, hasta hacerle tener que soportar con dificultad la salida al exterior de una rabia, una furia del todo incontrolable.   Entonces llegó la fecha en que todo su odio hacia Alina, Rudolf y Thomas se manifestó, desencadenando un instante de violencia brutal, colmándole de satisfacción con cada golpe que les infligió con el hacha. Fueron unos minutos de dicha, escasos en sí, pues una vez disipado el ímpetu de su ira, el arrepentimiento de sus actos le hizo de abandonar su casa con el rostro en llanto…   Aquella cosa embutida en los ropajes de un religioso escrutaba a Patriard con sus cuencas oscuras, negras como la pez. Su aliento era similar a las hojas caídas y pútridas por la humedad del bosque.   - Reconócelo, Patriard. Precisabas de un impulso. La desgracia de tu familia, tu propia caída, la he orquestado yo.   “Ahora sé valiente por primera vez en tu vida, afronta este último paso y acompáñame. Te prometo que al lugar que te llevo, no hallarás a los miembros de la que fuera tu infortunada familia.

                En cuanto mencionó estas últimas palabras, su figura se desvaneció con la nitidez del vapor del agua hirviendo frente a una corriente de aire.                           Patriard no tardó en escuchar las voces de los compañeros del cazador muerto, y para cuando quiso darse de cuenta, los tuvo a los cuatro arremetiendo contra su figura, con los cuchillos, los machetes y las hachas destellando sus filos recién afilados, iracundos todos ellos porque pensaban que había sido él el autor del crimen.
                Sus posiblidades de huída fueron nulas y tampoco iba a disponer de la más minima opción de poder defenderse. Pasados unos pocos segundos, entre la tupida maleza, los restos de su cuerpo se mostraban diseminados empapados en los charcos de su propia sangre, cumpliéndose el deseo de la aparición surgida con forma de religioso. Aunque esto último era una burla, porque de donde procedía aquel ser, la maldad pululaba a su antojo.

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