Dar consejos es algo que, como poco, me incomoda, cuando no lo detesto abiertamente, a pesar de las veces en que no me ha quedado otro remedio que tirar de experiencia o perspectiva para orientar a alguien en un determinado momento. Con esta habilidad mía para perderme en mi propia habitación, arrogarme la potestad de discernir lo que es beneficioso o necesario para el prójimo tendría delito. No soy madre, ni profesora, ni psicóloga, ni siquiera soy guardia urbano para poder indicar el camino correcto o la próxima salida (aunque me las apaño muy bien para organizar el caos, quizá algo de guardia urbano sí tengo).
Sí me gustan las recomendaciones, aunque parezca un contrasentido, sobre todo si son de doble dirección. Los sinónimos no son absolutos y entre “recomendar” y “aconsejar” hay matices de diferencia, por mucho que en el diccionario un verbo te lleve a otro. No hay más que deslizarse hacia los sustantivos para ir captando las distinciones. El consejo parece llevar implícita la intención de conducir o, al menos, condicionar. La recomendación no pretende tanto convencer como presentar, eso sí, a través del elogio. Ahí entro yo: lo de elogiar y presentar me pierde.
A veces, me dan arrebatos. Esto suena a confesión muy seria pero no lo es tanto: no son arrebatos graves. No me da por atizar mamporros ni por arrojarme por un puente al Manzanares (esto último, además, tendría bastantes dificultades). Más bien son ataques de entusiasmo arrollador o, al contrario, de profunda frustración (o decepción, según los casos). Y pobre de quien se acerque durante esos momentos, a veces incluso días. A lo que yo hago, mi madre lo llama «dar la turra hasta la extenuación».
Cuando algo me ha impactado, maravillado u horrorizado, me urge expresarlo sea como sea. En persona, por teléfono, por correo; en la mesa de una cafetería, en el pasillo de la oficina y hasta en la cama (sin sonrisillas, por favor). Compartirlo es una necesidad. Esa persona, ese libro, esa canción, esa obra de teatro, ese restaurante… Los demás deberían tener la oportunidad de disfrutar de esa sonrisa, esas palabras, esa melodía, esa magia, esa comida. O de no acabar a la gresca, desprevenidos, o con una crisis intestinal.
Todo esto es en confianza, claro está, con los límites que marca ese tipo de relación en la que el interlocutor puede sacarse un bozal del bolsillo sin el menor reparo por ambas partes. Fuera de ese círculo de suprema paciencia, intento contener el impulso y, salvo raras excepciones, lo consigo. De vez en cuando me descuelgo con algún comentario al otro lado de la barrera: a algún conocido incauto o en el mundo virtual. O lo escribo y acaba aquí. Dejar de leer no es tan brusco como hacerme callar.
Recomendar es un arte, en realidad, y no este loco afán por compartir que padezco. Para recomendar con acierto hay que saber ponerse en el lugar del otro, como al hacer un regalo, y en cierto modo es una especie de regalo el querer proporcionar un placer como el tuyo. Sin excesos ni alharacas, elegantemente (eso tengo que practicarlo).
Después, sea la recomendación impetuosa o comedida, llega ese momento de sentirte satisfecha… si has acertado, claro. Solo si has acertado.
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Este desvarío se debe a la iniciativa Serendipia Recomienda que, una vez más, ha puesto en marcha Mónica Gutiérrez en su blog. Y yo no sé si el poder de persuasión de esta señorita es colosal o sigo sin saber unir acertadamente las letras “n” y “o” pero, pese a mis tímidos intentos por eludir compromisos lectores, vuelvo a caer. Es culpa de esa debilidad de la que hablaba, claro está. Esto de recomendar y esperar que me recomienden me acabará dando un disgusto.
Las reglas de la iniciativa en cuestión dicen que los participantes han de recomendar tres libros poco conocidos y que hayan gustado mucho. Tres libros. Solamente. ¿Ves por qué no me siento capaz de participar, Mónica? ¿Tú sabes cuántos se me ocurren y lo que me cuesta reducir la lista?
De algunos libros tengo un recuerdo de placer tan intenso que no sé cómo dejarlos fuera. No diría que son poco conocidos, pero sí que muchos están bastante olvidados. He formado un montón con ellos y voy apartándolos a regañadientes mientras me decido.
Doña Flor y sus dos maridos, qué divertida fantasía de Jorge Amado… Todas las mañanas del mundo, ahí me enamoró Pascal Quignard… Aspectos de la novela, el ensayo de E.M. Forster que siempre tengo a mano… Julia, ese fragmento de las memoria de Lillian Hellman que en realidad se titulaba Pentimento… La encantadora forma de Roberto Cotroneo de acercase a la lectura en Si una mañana de verano un niño… Aquella juvenil fascinación hacia El malogrado de Thomas Bernhard… Esa inteligente travesura de Carlo Cipolla que es Allegro ma non troppo… El diario fragmentario que dejó Carme Riera en su Tiempo de espera… Esas confesiones de la lectora Anne Fadiman, tan releídas, en Ex Libris (¿te acuerdas, Mónica?)… El maravilloso monólogo de Patrick Süskind en El contrabajo…
Al final, he conseguido dejar solo tres sobre la mesa, aunque se me escapan ojeadas de soslayo hacia los marginados (no, cariño, seguro que veintiséis libros no echan la mesa abajo).
Cambio uno por otro, lo vuelvo a cambiar. Esta indecisión mía me mata. Ya lo dejo como está. Y estos son los nominados, digo, los recomendados:
Crónicas de Nueva York de Maeve Brennan. Un descubrimiento muy reciente que me ha encantado y que comenté en las últimas notas de cata. Escenas pintadas con palabras. Hay quien las ha comparado con Hopper.
La experiencia de leer de C.S. Lewis (que le ha ganado la batalla a Forster en un cara o cruz). Un repaso a las formas de leer y a los lectores tan interesante como ameno. Lo tengo lleno de subrayados. Es un tesoro para un amante de la lectura.
Beloved de Toni Morrison. Una de esas historias que hacen eco mientras las lees, que reverberan y las sigues oyendo tiempo después de haber cerrado el libro. Es más, han pasado veinte años y me apetece volver a oírlo resonar…
Ahora, estoy deseando ver qué me recomiendan a mí.