Alberto Ruiz-Gallardón, ministro de Justicia y exalcalde de Madrid, ha dejado de ser el “Golden boy”, el chico dorado de muchos militantes del PP, tras cometer lamentables fallos de gestión e imagen manifiestamente mejorables.
El juez José Castro, instructor del caso Urdangarin, le ha pedido al fiscal anticorrupción que indique si debe abrir una pieza separada para imputar al fiscal excedente Ruiz-Gallardón por haberle entregado sin contraprestaciones 144.000 euros del Ayuntamiento de Madrid a Nóos, la fundación del marido de la Infanta.
Cuando lo hizo, luchaba como alcalde para lograr los Juegos Olímpicos de 2016, e Iñaki Urdangarin aseguraba tener contactos del más alto nivel internacional para conseguirlos.
Pero gestiones así, en teoría, deben hacerse legalmente. El juez ya ha imputado a varios ayudantes de Gallardón por presuntas malversación de fondos públicos, tráfico de influencias y prevaricación.
Acusaciones que, tras perder su inmunidad parlamentaria, podrían llevar al ministro ante el Supremo.
A esta situación se suman aparte otras posibles torpezas que irritan a numerosos miembros de las carreras judiciales.
Como la forma de poner en práctica las tasas judiciales, y la repolitización del Poder Judicial a través de su Consejo General y la selección de los presidentes de las salas de Justicia, en contra de las asociaciones de jueces y fiscales, conservadores y progresistas.
Pero lo más grave y poco divulgado es que, desdeñando la Constitución y las leyes sobre las libertades cívicas, acaba de firmar un acuerdo con el gobierno islamista de Marruecos por el que se acata en España parte de la sharia.
Los imanes de ese país vigilarán permanentemente que los niños marroquíes adoptados por españoles, a veces bebés, se eduquen como musulmanes, aislados y segregados de la ley, y de la vida social y cultural española.
SALAS