Más tarde llegó el ferrocarril a la provincia de Jujuy y los sacadores de indios acortaron el tiempo de sus viajes metiendo a toda la comunidad en vagones de carga donde escaseaba el aire. Aunque nuestro Indio no lo vio le gustaba imaginar, mientras alguien de la zafra le hablaba sobre el tema, a los poblados indígenas antes de la llegada de los sacadores de indios. En mitad de la espesura del monte chaqueño y a las orillas de río Pilcomayo se debían levantar sus huetes, chozas de caña, troncos y paja, donde tan sólo dormían ya que la vida se hacía fuera, en contacto con su entorno y sobre todo con su comunidad. Estás chozas circulares dejaban en el centro un patio testigo de la vida cotidiana, reuniones y bailes. Así se lo imaginaba él todo amarillo, verde y azul sin el rojo del ladrillo ni el negro del humo, sólo esos tres colores combinándose con una tradición aprendida a base de escuchar y observar.
Estas comunidades del Chaco montaban su toldería al llegar al ingenio, ya que los señores de los ingenios no les ofrecían un lugar donde dormir pensando que siendo éstos salvajes preferirían sus chozas. Sin duda a nuestro Indio le hubiera gustado recordar, si lo hubiese vivido, claro está, como las indias cansadas del largo viaje no se tumbaban al llegar y comenzaban a trabajar. Primero recogían ramas y varias brazadas de yuyos en las cercanías del lugar designado. Luego con la destreza de quien lo ha hecho miles de veces hacían el armazón de su casa con las varas y colocaban yuyos y ramas por encima hasta cubrirlo por completo. El resultado es una vivienda ovalada estrecha que tiene una apertura por puerta en la parte inferior y por la cual es necesario deslizarse para entrar. Entre las viviendas dejaban espacios libres a modo de calles que por lo general sólo ellos utilizaban. Como le gustaría al Indio recordar estas cosas y sin embargo nunca lo vivió. Sobre todo cuando en la noche silenciosa y cansada del ingenio se comenzaba a oír el ruido monótono y profundo de un pin-pin, con una cadencia que en seguida convierte el ambiente en monotonía, en una especie de trance natural e inevitable. A este tambor lo siguen unas voces también monótonas que acompañan el sufrimiento de un enfermo. Estas noches de ceremonias sanadoras bajo la solemnidad de la luna llenaban al ingenio de espíritus ancestrales y costumbres que a pesar del desarrollo industrial permanecían latiendo fuerte en su mismo corazón. Un recuerdo sagrado bajo el humo aterrador de un gigante de ladrillo.
Sus padres comenzaron trabajando en la zafra en la parte del campo, una tarea que consistía en cortar con un machete la parte inferior del tallo de la caña. Derribadas diez cañas, se cargan al hombro y se las conduce hacia el callejón o extremo del surco donde comienza la tarea de pelarla con un cuchillo más pequeño. Así se desnuda a la caña de sus hojas con cortes firmes y certeros, tras unos días haciendo este trabajo se adquiere mucha destreza en el arte de deshojarla. Machetear, acarrear y pelar. Machetear, acarrear y pelar. Machetear, acarrear y pelar. Machetear, acarrear y pelar. Un trabajo tedioso y activo que bajo el sol de Libertador General San Martín, la localidad más cercana al ingenio, difumina tu mirada mezclando las marrones planicies de la caña de azúcar con el verde de la soja y los cerros jujeños. Más tarde su padre comenzó a trabajar dentro de la fábrica, así cambió el atosigante sol por un edificio de ladrillo, casi en penumbra que escupe humo continuamente, día y noche, expulsando emanaciones que indican que nunca paran los engranajes del trabajo humano. El indio siempre desconfió de ese humo y muchas tardes de niño se quedaba mirándolo embobado buscando formas en sus dibujos en el cielo. Después de un rato examinando el contraste del negro con el azul siempre aparecía algún dibujo o figura que le aterraba y corría asustado en busca de su madre. Su padre pasó a tener un jornal un poco superior por su trabajo en el gigante rojo pero sus turnos pasaron a ser de doce horas todos los días menos dos días al mes que se trabajaban veinticuatro horas para hacer el cambio de turno y comenzar la siguiente semana el trabajo de tarde o mañana. Cuando el Indio cumplió los diez años ya era hombre suficiente para desarrollar el mismo trabajo que sus padres, que como hemos visto no era muy dulce a pesar de todo. Comenzó compartiendo los interminables días bajo el sol que tostaba a su madre y con dieciséis años se cambió a la fábrica, pero las formas del humo que ya no veía le seguían atormentando y decidió cambiar al trabajo en el campo otra vez donde la posibilidad de escapar se le presentaba más favorable que allí encerrado respirando continuamente ese olor a putrefacción. Hubo algo que siempre desconcertó al Indio y todavía hoy en día lo piensa con ironía. Todo empezó cuando su padre le contó que al final de todo el trabajo que hacían salía papel, en un principio él no le dio importancia a esa confesión pero cuando comenzó a leer lo acompañaban sentimientos encontrados hacia los libros. Primero abrió el libro y se lo llevó a la nariz buscando el olor de la descomposición del bagazo, los desechos de la caña que habían inundado los alrededores del ingenio y después de tantos años los vecinos de Libertador General San Martin ya no sentían pero él seguía oliéndolos. No fue ese el olor que se encontró, tampoco se parecía a la caña que cortaba, cargaba y desnudaba y en el fondo sabía que era lo mismo. Le gustaba la lectura pero cada vez que agarraba un libro se acordaba de la caña y del humo negro persiguiéndole. Después de mucho tiempo luchando con esa división interna de amor y miedo, decidió que la radio le convenía más y le daba menos problemas.
Existe otra cosa que el Indio teme casi tanto como al humo de las chimeneas y no sólo él que muchos otros zafreros comparten este miedo, es al Familiar. Hay una leyenda que se precipita de boca en boca en Jujuy, pocos recuerdan cual fue la primera vez que la escucharon, es como si todos aquí hubiesen nacido con ella. Cuentan que antes de cada cosecha desaparece un trabajador que es asesinado y entregado a la tierra para que ésta otorgue buena producción. Unos dicen que este desalmado asesino es el perro del Diablo, otros que es el Diablo mismo disfrazado de perro siniestro pero la gran mayoría están aterrados por la idea de que un fantasmagórico familiar de los dueños del ingenio se les aparezca en la noche para iniciar su sacrificio. Todos creen esta leyenda y por eso pocas veces se habla de ella, pero cada inicio de cosecha comienzan los rumores de desaparecidos. Unas veces esas personas que un año fueron objeto de conjeturas aparecen al año siguiente y explican que faltaron por alguna enfermedad u otro motivo, y todos se sienten un poco ingenuos con su rápida interpretación de los hechos. Pero hay veces en que los zafreros no vuelven a aparecer y se convierten en paradigma infalible de la leyenda.