Revista Viajes
Azul, amarillo y verde. San Luis, Argentina. Foto: Sara Gordón
El ingenio siempre resultó una amalgama de culturas unidas entre sí por la explotación y el azúcar. La abuela del Indio fue una mujer observadora a la que le gustaba sentarse en un rincón al término de la jornada, mordiendo una caña y viendo pasar personas delante de ella, intentando leer en sus mentes. Lo mismo se veían pasar pilagas con chacas en los tobillos, un amuleto que consiste en un collar de plumas de avestruz, semillas y piedras. Los pilagas creían que con este protector ahuyentaban a los espíritus malignos y adquirían la velocidad de un avestruz. También pasaban mujeres mocovíes con caras llenas de tatuajes, otros llevaban su tostado torso desnudo y en la parte inferior una chiripa, un atuendo muy típico de los indígenas del Chaco que era un pedazo de tela envuelto y anudado a la cintura. Pasaba el gaucho seguido de algún perro y sin su poncho. Al igual que a la abuela, al Indio le gustaban los gauchos por su simpleza y honestidad, siempre quiso poder transmitir como ellos toda la tranquilidad de su gesto. Otros tenían las orejas dilatas, otras vestían con muchos colores, otros andaban con prisa y otros sin rumbo pero todos ellos tenían algo en común; todos estaban muy cansados.
Todos a su manera dentro del ingenio, guardaban sus raíces en lo profundo de su ser, sin soltarlas ni un minuto. Así muchas comunidades cuando escuchaban a los primeros coyuyos cantar sentían la fuerte llamada de las algarrobas madurando. Los oían un día y pensaban en terminar el trabajo en la zafra, en sus nuevas necesidades… Los oían otra vez y se imaginaban recogiendo el fruto y fabricando la aloja… Los oían de nuevo y recordaban el año anterior bebiendo aloja en comunidad… Entonces sin poder rechazar esta llamada, levantaban campamento y se iban de la misma manera que llegaron. El cacique al frente y el resto detrás, cargando con sus pocas pertenencias, deseosos de ver su tierra verde.
Después de diez años de trabajo, es decir, con veinte años, el Indio escuchó su coyuyo interno y se marchó a descubrir que había más allá de Jujuy y sus indígenas marginados y explotados. Cansado del gran edificio de ladrillo del que siempre salía humo. Mientras viajaba en un tren de pasajeros abarrotado hasta las trancas, camino a Buenos Aires, recordaba el tren que en su infancia les llevaba al ingenio y sintió una especie de escalofrío. A esa misma hora, las diez de la noche, en el ingenio se cortaba el suministro eléctrico. Ese día de julio, cuatrocientos trabajadores, estudiantes y profesionales fueron secuestrados por las fuerzas armadas de una brutal dictadura militar y los capataces de la empresa. Si el indio hubiera estado allí probablemente habría salido ileso pero habría visto como se llevaban al Lorenzo, compañero de borracheras y horas de conversaciones escapando de su rutinario trabajo. Lorenzo sigue desaparecido.
El Indio apareció de nuevo en Buenos Aires rodeado de indígenas que no sabían que lo eran, gente mucho más alejada de su pasado que él, que ya todo lo recordaba por las palabras de sus padres. Tampoco le pareció que allí la vida fuera mucho más fácil ni más gratificante, echaba de menos la mirada larga y la tierra cercana. Nunca entendió, ni quiso entender la gran ciudad y se fue nuevamente, esta vez a otro lugar. Luego a otro y otro. Cambiaba continuamente de lugar sin saber muy bien que quería encontrar en un sitio para quedarse. Sospecho que nuestro pobre Indio creía que en algún momento encontraría esas comunidades que trabajan las escaleras verdes que conducen al cielo, pero él nunca las halló ¿Cómo encontrar un lugar que sabes que existió, cómo buscar un sitio ubicado en el tiempo pero no geográficamente? En su divagar por Argentina el Indio conoció muchas realidades y nunca echó de menos el ingenio pero si a la gente de Jujuy. No sabe que en algún punto de sus viajes, su amigo y compañero del ingenio Valentín murió en un pequeño cuarto sin ventilación bajo una fuerte tos resultado de haber respirado durante tantos años los desechos de la caña de azúcar. La enfermedad se llama bagazosis y nunca sabremos si habría sido el final del Indio de haber seguido diez años más cortando y pelando caña. Al final el Indio hizo bien en alejarse de las chimeneas que queman la caña porque su humo, como indicaban sus fantasías infantiles, era asesino.
Hace ocho años una señora le ofreció un trabajo de guardián de su finca en Los Molles, y aquí se vino a vivir. El lugar es tranquilo al pie de la sierra de San Luis y con un rio que pasa justo debajo de su casa de adobe con un tejado de paja que él mismo ha construido. Amarillo, verde y azul se mezclan con el canto de los pájaros y el caudal del agua. La señora que lo contrató nunca fue por allí, de hecho el indio ha olvidado su cara hace años y tampoco le pagó nada. La dueña murió, sus hijos no se quieren hacer cargo de la deuda y él no quiere dejar el lugar porque le gusta. Así que en vez de comenzar una guerra larga y con papeles que no entendería decidió llegar a un acuerdo con los propietarios. Dicho pacto favorece sobre todo a los dueños pero a él eso no le importa porque en el fondo siempre ha querido muy poco. No le pagarán nada de dinero pero él vivirá allí sin tener que pagar nada a su vez. Ha cultivado un huerto en la montaña, en una cuesta muy empinada en la que ha excavado una especie de grada. Siembra todo cuanto necesita para vivir y cuando tiene de sobra lo cambia por otras cosas. Sin saberlo se ha acercado a las raíces que sus abuelos creyeron perder.
El INDIO ha sentido la vergüenza de pedir y la alegría de recibir, el hambre apretando sus tripas y la felicidad de compartir su comida con Diana y el Perro. El INDIO no tiene una filosofía de vida, ni ganas de impartir enseñanzas pero nunca se niega a una conversación y esconde mucha sabiduría en su experiencia. El INDIO perteneció a un estilo de vida que se cree que ya no existe, a una cultura que desapareció, a unas raíces que fueron borradas brutalmente pero se ha reinventado y es todo aquello que ha desaparecido y todo lo nuevo que tiene que venir.
San Luis, Argentina. Foto: Sara Gordón