Revista Cultura y Ocio

El indio Joe

Por Sergiocossa @sergiocossa
El indio Joe - Sergio Cossa La noche se me pega en la piel. ¿De qué sirve un acondicionador de aire cuando te cortan la luz? No más que de grotesco adorno en la pared. Llevo media hora en el intento de dormir y supongo que no lo podré hacer hasta que arranque de nuevo ese aparato. Y no es solo por el calor, su zumbido tapa los ruidos que de día pasan desapercibidos y que ahora parecen un sonajero; como el de ese maldito grillo que está del otro lado de la ventana. Si la cierro, me asfixio; abierta me taladra los tímpanos. ¡Cómo no se encuentra la hembra y se deja de joder! Mi mente gira y gira con las cosas del día, con lo que tengo que hacer, con los recuerdos. Intenta asociar ideas y pensamientos disímiles, armando una telaraña confusa y circular. En ese enredo aparece la casa de mis abuelos, cuando mis viejos nos mandaban a pasar las vacaciones de verano. Y como atraída por el fastidio en el que me revuelvo, surge la imagen de una noche que no se borró. Cada tanto se renueva entre las evocaciones de la infancia y se apropia del momento, incomodándome.
Me toca dormir solo porque mi hermano esta vez no viajó. En la habitación de al lado mis abuelos hace rato que están a oscuras y no hablan más. Antes de acostarme insinué que me dejaran prendida la luz de la pieza, pero el nono Pedro fue terminante: «se va a llenar de  bichos». ¿Cómo explicarles que tengo miedo? Los hombrecitos de ocho años ya estamos grandes para eso. No es miedo porque sí. Durante la tarde vi la película de Tom Sawyer y el espantoso indio Joe me asustó con sus crímenes. Y no es lo mismo esa cara de asesino a las cinco de la tarde, que recordarla ahora en la oscuridad. El miedo no es en vano: ¡estoy seguro de que el indio Joe está debajo de mi cama! Sé que está ahí, esperando a que me duerma, para salir y clavarme su cuchillo en el pecho. Ese cuchillo que es más ancho que su mano y que está rojo de sangre. No voy a dormirme, por más que esté cansado de haber jugado todo el día, porque él tampoco duerme. Tiene muy abiertos los ojos que le saltan de la cara, furiosos. Me quedo en el medio de la cama, donde el colchón se hunde más. Bien lejos de los bordes, para que no me alcance. ¿Y si aprovecha que acá el colchón es más fino y me clava el cuchillo desde abajo? Mejor me pongo de costado, y cuando sienta que me canso, me muevo rápido al otro lado. El calor y la humedad sofocan. Por la ventana solo entran mosquitos: el aire se quedó afuera. Un ruido terrible desgarra el silencio y me hace temblar, hasta que comprendo que no es el indio, sino el abuelo que empezó con sus ronquidos que nunca me dejan dormir. Me dan ganas de hacer pis, pero qué me voy a cruzar el patio hasta el baño allá al fondo, si no me animo siquiera a poner un pie en el suelo… En los momentos en que me gana el sueño, aparece la cara rabiosa del indio Joe y se me abren los ojos y retengo la respiración y busco desesperado en la oscuridad y afino mis oídos, pero no, sigue allí abajo. ¿Cuánto faltará? ¿Cuánto faltará para que salga el sol? La voz de mi abuela me llama para el desayuno. Ni sé cuándo me dormí. La luz de la mañana me infunde valor y miro debajo de la cama: ya no está el indio.
El reloj en mi muñeca me saca del sueño con su antipática musiquita. Por más que elijo melodías suaves para despertarme, al final todas resultan odiosas. En algún momento de la noche volvió la electricidad. Respiro el aire fresco y veo que, dormido, me levanté a cerrar la ventana. ¿Qué recordaba anoche antes de dormirme? Ah, sí. Me inclino. Solo pelusas y un par de zapatillas bajo mi cama.
Como siempre, aguardo sus comentarios y sus críticas.
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