Revista Cultura y Ocio
El infierno en el que creo está en las librerías, en las bibliotecas, en todos los anaqueles del mundo. Baldas a las que no les afecta el dulce mal que soportan y siguen ejerciendo con orgullo su épica custodia. Luego están los libros hermosos, que solo tutelan la hermosura del héroe y las nubes limpias que escoltan la mansedumbre sin propósito de los pájaros. Eso está muy bien. Hay días en los que uno desea con fervor meterse entre pecho y espalda las historias que narran la fundación de la belleza y todas esas cosas. Días sin ninguna evidencia de fracaso. Días para remolcar algodón de azúcar por un campo sin pecado. Pero hay otros días en los que uno lampa por perderse en lo turbio. Días de caballos en la tormenta. Y entonces, ah entonces, uno mira a su librería, la de casa, la mimada a diario. Vuela la mirada por las estanterías. La deja volar también sin propósito. Recala en Beckett, en Galdós (hace una vida que no releo a Galdós), en Murakami (qué aburrido es a veces Murakami), en Valente, en Chesterton (cada día amo más a este caballero inglés, gordo y católico), en Machado, en Dickens, en Juan José Millás, al que no renuncio nunca y en el que me refugio cuando la realidad (¿qué coño será la realidad?) me aturde, me asfixia, me roba el apoyo sobre el que me sustento. Están todos ahí. Cada uno exhibe su portentoso infierno. Todos uno a disposición de quien guste en visitarlo. Sí, ya sé. Está el cielo de las letras. Las historias que no te hacen pensar en el mal, en el veneno, en el viento que lo barre todo. Pero hoy es el día en el que no me apetece esa bondad inocente. Hay que huir de vez en cuando de la prudencia, bordear la inocencia, pasear hacia lo lejos y mirarla después desde la distancia. Ahí te quedas. Hoy mi paraíso está en el infierno. Hola, Rimbaud. Hola de nuevo.
El infierno que prefiero es una historia que otros me están contando. Hay muchos, y ninguno, a poco que uno observa lo ameno de la visita, merece que no regresemos. Yo he vuelto a los de Nabokov y a los Dante, a los de Borges y a los que Carroll prefiguró bajo la forma de una niña atrapada en un país maravilloso. Los otros infiernos, los de los ángeles caídos y el pecado abominable, me parecen uno más, no desdeñable, una pieza mayor de la literatura fantástica, como quería Borges, un ejercicio de estilo, el chantaje más poético. El cielo cabe en un verso de cualquier poeta romántico, pero no en mi corazón, que no lo acepta. Me aplico el trago de veneno de Rimbaud, me quedo con el hombre, como Pessoa. No hay día en la que no piense en todas estas desavenencias con la divinidad. El infierno ha vuelto. Está dentro. Somos nosotros. Lo que leemos. Lo que nos cuentan. Lo que invariablemente soñamos. No hay otro Dios que nos tutele. Ninguno que nos advierta ni amoneste.
El infierno en el que creoEl infierno en el que creo está en Melville, en Ahab, en la ballena blanca.En Conrad cuando dibuja un río y hace que la oscuridad lo atraviese.En la mentida inocencia de Perrault y de los hermanos Grimm.En el hombre sin atributos de Musil.En la primera mañana del mundo para Gregor Samsa.En la memoria infinita de Funés.En el club de los suicidas de Stevenson.En las resacas de Bukowski.En el barril de amontillado de Poe.En la vida cartesiana y triste de Benjamin.En Mann con asma baviera.En Beatriz perdida en un círculo concéntrico.En Morel inventándose una isla.En el desquicio sin rimar de Leopoldo María Panero.En el rey del que Shakespeare hizo un dios.En Dios permitiendo el caos, la miseria y permitiendo a Shakespeare.En la crónica del submundo de Orfeo.En Ripley tomando café en una terraza de Florencia.En Maquiavelo y Montesquieu, hablando morosamente.En la soledad de Peter Pan.En los dioses primigenios que pueblan las calles de Providence.En el trago de veneno que se aplicó Rimbaud.En las carreteras secundarias por las que Humbert Humbert huye con su Lolita.En Pessoa, que reemplazó a Dios, escogiendo al Hombre.
En la baba de los dioses primigenios de Providence.
En el veneno en la boca del muerto.
En la carne débil, en su fiebre insalubre.
En el desquicio de Panero antes de que se lo llevasen todos los demonios de la ginebra.