Revista Cultura y Ocio

El infinito en un junco - Irene Vallejo

Publicado el 24 agosto 2020 por Elpajaroverde
«El junco de papiro hunde sus raíces en las aguas del Nilo. El tallo tiene el grosor del brazo de un hombre y su altura se eleva entre tres y seis metros. Con sus fibras flexibles, las gentes humildes fabricaban cuerdas, esteras, sandalias y cestas. Los antiguos relatos lo recuerdan: de papiro, embadurnado con brea y asfalto, era el canastillo donde su madre abandonó al pequeño Moisés a orillas del Nilo. En el tercer milenio a. C. los egipcios descubrieron que con aquellos juncos podían fabricar hojas para la escritura, y en el primer milenio ya habían extendido su hallazgo a los pueblos de Próximo Oriente. Durante siglos, los hebreos, los griegos y luego los romanos escribieron su literatura en rollos de papiro. A medida que las sociedades mediterráneas se alfabetizaban y se volvían más complejas, necesitaban cada vez más papiro, y los precios subían al calor de la demanda. La planta era muy escasa fuera de Egipto y, como el coltán de nuestros teléfonos inteligentes, se convirtió en un bien estratégico. Llegó a existir un poderoso mercado que distribuía el papiro en rutas comerciales a través de África, Asia y Europa. Los reyes de Egipto se apropiaron el monopolio de la manufactura y el comercio de las hojas; los expertos en lengua egipcia creen que la palabra «papiro» tiene la misma raíz que «faraón»».
Este podría haber sido el origen del libro. Una planta acuática que hunde sus raíces en las aguas del Nilo. Un descubrimiento, quién sabe si casual o azaroso, que reveló otra utilidad práctica del junco. Una propagación lenta pero imparable, necesaria y a la vez interesada.
Este podría haber sido el origen pero no lo fue. Porque antes del papiro existió el pergamino. Y antes las tablillas de barro o de vete a saber qué. Y antes incluso de que hubiera «alguien -ya nunca averiguaremos quién-, un sabio anónimo, asiduo de tabernas hasta el amanecer, amigo de los navegantes forasteros en un lugar bañado por el mar, que se atrevió a forjar las palabras del futuro dando forma a todas nuestras letras. Y nosotros seguimos escribiendo, en esencia, de la misma manera que imaginó el creador de este instrumento prodigioso», antes de que ese alguien ideara el griego, primer alfabeto de la historia sin ambigüedades, antes incluso de que existiera el modelo fenicio que ese alguien adaptó para ello, antes de que existieran esos otras formas de escritura que se nos antojan tan extrañas y misteriosas como son los jeroglíficos egipcios o la cuneiforme de Mesopotamia, antes de todo eso ni siquiera había nada que trascribir a tablillas, pergaminos o papiros. Las ideas eran palabras espiradas; los relatos, sueños alados; las historias se iban reconvirtiendo al pasar de boca en boca de narrador a narrador.
Pero es innegable que «el rollo de papiro supuso un fantástico avance. Tras siglos de búsqueda de soportes y de escritura humana sobre piedra, barro, madera o metal, el lenguaje encontró finalmente su hogar en la materia viva. El primer libro de la historia nació cuando las palabras, apenas aire escrito, encontraron cobijo en la médula de una planta acuática. Y, frente a sus antepasados inertes y rígidos, el libro fue desde el principio un objeto flexible, ligero, preparado para el viaje y la aventura». Y supongo que también es innegable que tan bella metáfora le ha servido a Irene Vallejo para inspirarle el título de su libro sobre la invención del libro en el mundo antiguo El infinito en un junco.
El infinito en un junco - Irene VallejoEl origen de El infinito en un junco tal vez esté en las clases de griego de bachillerato a las que acudía una adolescente Irene Vallejo, en esa profesora que tuvo la audacia, la valentía y la generosidad de desnudar su pasión ante sus jóvenes alumnos y así contagiar y sembrar en algunos de ellos. O tal vez esté en la niña Irene Vallejo refugiándose de los claroscuros de la infancia en la lectura. O quizás debamos olvidarnos una vez más de la letra fijada y retrotraernos a aquellas historias que llegaban al oído de la pequeña Irene Vallejo cuando su madre le leía cuentos por la noche y aún no había ella descubierto el milagro del negro sobre blanco que es la escritura. O dar cuerda al reloj hacia adelante y acompañarla de joven en su anacrónica experiencia en la Biblioteca Bodleiana de Oxford. O tocar más adelante a través de su mano un antiguo pergamino en la Biblioteca Riccardiana de Florencia, siendo ese un origen mucho más consciente para ella.
«Lo más bello es lo que cada uno ama», nos cuenta la zaragozana que dejó escrito la poetisa griega Safo. Irene Vallejo ama los libros y casi cae uno leyendo el suyo en la tentación de afirmar que su simple amor basta para hacer bello este libro. Vallejo tiene fe y amor en lo que escribe, sí, pero también talento, conocimiento y amplitud de mirada. Es una buena escritora y una excelente divulgadora que nos regala no solo un libro bello sino también enriquecedor y conciliador, y, para todos aquellos que como ella amamos los libros, por momentos realmente emocionante.
Mi entrada comienza en Egipto, al igual que su libro. Pero si la mía bebe de las aguas del Nilo, el suyo se cimienta sobre la mítica ciudad de Alejandría, que «nació, no podía ser menos, de un sueño literario, de un susurro homérico. Estando dormido, Alejandro sintió acercarse a un anciano de pelo cano. Al llegar a su lado, el misterioso desconocido recitó unos versos de la Odisea que hablan de una isla llamada Faro, rodeada por el sonoro oleaje del mar, frente a la costa egipcia. La isla existía, estaba situada en las cercanías de la llanura aluvial donde el delta del Nilo se funde con las aguas del Mediterráneo. Alejandro, según la lógica de aquellos tiempos, creyó que su visión era un presagio y fundó en ese lugar la ciudad predestinada».
««La Tierra», proclamó Alejandro en uno de los primeros decretos que promulgó, «la considero mía». Reunir los libros existentes es otra forma -simbólica, mental, pacífica- de poseer el mundo». Alejandro no pudo ver cumplido su sueño de poseer el mundo a través de los libros pero ese sueño estuvo cerca de cumplirse tras su muerte a través de la Biblioteca de Alejandría.
«Creo que la gran originalidad de los sabios de la Biblioteca de Alejandría no tiene que ver con su amor por el pasado. Lo que los hizo visionarios fue entender que Antígona, Edipo y Medea -esos seres de tinta y papiro amenazados por el olvido- debían viajar a través de los siglos; que no se podía privar de ellos a millones de personas todavía por nacer; que inspirarían nuestras rebeldías, que nos recordarían lo dolorosas que pueden ser ciertas verdades, que revelarían nuestros pliegues más oscuros; que nos abofetearían cada vez que nos enorgulleciéramos demasiado de nuestra condición de hijos del progreso; que nos seguirían importando. Por primera vez, contemplaron los derechos del futuro -los nuestros-».
Irene Vallejo ama el pasado pero su fe está en el futuro. Su interés en la historia está en intentar comprender el presente. Su libro se centra en la Grecia y la Roma clásicas pero ella no deja de ir adelante y atrás, adelante y atrás, trazando con palabras la urdimbre de lo que somos «porque desde Grecia y Roma no dejamos de reciclar nuestros signos, nuestras ideas, nuestras revoluciones».

El infinito en un junco - Irene Vallejo

Representación artística de la Biblioteca de Alejandría de O. Von Covern, coloración de K. Vail Abdelhamid

Así, nos habla del origen de las bibliotecas públicas, de las librerías, de cómo surgieron los primeros autores, de cómo se dieron los primeros pasos hacia la educación universal. Nos narra el germen de diferentes géneros literarios. Nos descubre el origen etimológico de muchas palabras y expresiones que utilizamos de manera cotidiana; nos desvela por ejemplo que la palabra Europa tiene tal vez un origen árabe y que el nombre de nuestro continente «nació al acoger las letras, los libros, la memoria. Su existencia misma está en deuda con la sabiduría secuestrada de Oriente. Recordemos que hubo un tiempo en el que, oficialmente, los bárbaros éramos nosotros». Nos recuerda que la globalización no es un invento del mundo contemporáneo y la importancia de los libros en la misma. Nos cuenta del miedo de Sócrates a que la escritura hiciera perder la capacidad de reflexión y la memoria, de que al tener la sabiduría al alcance de la mano nos despreocupáramos de procurarnos la sabiduría propia, tal y como en la actualidad no falta quien pronostica que Internet tendrá el mismo efecto sobre la lectura de libros, pues «es algo que sucede con frecuencia: los tiempos que unos consideran decadentes mientras los viven son las región de la nostalgia para otros». Nos alerta de los peligros de la censura tanto mal como bienintencionada, ya que «sentir cierta incomodidad es parte de la experiencia de leer un libro; hay mucha más pedagogía en la inquietud que en el alivio. Podemos hacer pasar por el quirófano a toda la literatura del pasado para someterla a una cirugía estética, pero entonces dejará de  explicarnos el mundo». Y también nos ilustra sobre la fragilidad de los libros.
«Nos gusta imaginarlos peligrosos, asesinos, inquietantes, pero los libros son, sobre todo, frágiles. Mientras lees estas líneas, una biblioteca arde en algún lugar del mundo. Una editorial destruye ahora mismo sus fondos no vendidos para volver a fabricar pulpa de papel. No lejos de ti, una inundación sumerge en el agua alguna valiosa colección. Varias personas se deshacen de una biblioteca heredada en un contenedor cercano. Te rodea un ejército de insectos cuyas mandíbulas están abriendo túneles de papel para depositar sus larvas en un universo de pequeños laberintos en infinitas estanterías. Alguien está ordenando una purga de obras molestas para el poder. Un saqueo destructivo sucede ahora mismo en un territorio inestable. Alguien condena una obra por inmoral o blasfema y la lanza a una hoguera».
A pesar de esa fragilidad, «la invención de los libros ha sido tal vez el mayor triunfo en nuestra tenaz lucha contra la destrucción. A los juncos, a la piel, a los harapos, a los árboles y a la luz hemos confiado la sabiduría que no estábamos dispuestos a perder. Con su ayuda, la humanidad ha vivido una fabulosa aceleración de la historia, el desarrollo y el progreso. La gramática compartida que nos han facilitado nuestros mitos y nuestros conocimientos multiplica nuestras posibilidades de cooperación, uniendo a lectores de distintas partes del mundo y de generaciones sucesivas a lo largo de los siglos».
«Los libros son hijos de los árboles, que fueron el primer hogar de nuestra especie y, tal vez, el más antiguo recipiente de nuestras palabras escritas. La etimología de la palabra encierra un viejo relato sobre los orígenes. En latín, liber, que significa «libro», originariamente daba nombre a la corteza del árbol o, para ser más exactos, a la película fibrosa que separa la corteza de la madera del tronco. Plinio el Viejo afirma que los romanos escribían sobre cortezas antes de conocer los rollos egipcios. Durante muchos siglos, diversos materiales -el papiro, el pergamino- desplazarían a aquellas antiguas páginas de madera, pero, en un viaje de ida y vuelta, con el triunfo del papel, los libros volvieron a nacer de los árboles».
Ese infinito que es nuestra memoria abandonó el junco y buscó cobijo en los árboles. Así nació el libro de papel que hoy conocemos y que lleva siglos entre nosotros, ese del que tampoco falta quien pronostique su desaparición. Irene Vallejo no teme por ello. Nos recuerda que «en la historia de los formatos, la pauta es la convivencia y la especialización, no el relevo». Nos habla también del sesgo futurista que padece la sociedad contemporánea sobre el que Víctor Lapuente Giné escribió lo siguiente: «cuando comparamos algo viejo y algo nuevo -como un libro y una tableta, o una monja sentada junto a un adolescente que chatea en el metro-, creemos que lo nuevo tiene más futuro. En realidad, suceda lo contrario. Cuantos más años lleva un objeto o una costumbre entre nosotros, más porvenir tiene. Lo más nuevo, como promedio, perece antes. Es más probable que en el siglo XXII haya monjas y libros que WhatsApp y tabletas».

El infinito en un junco - Irene Vallejo

El traductor Jean Michot, o uno de sus copistas, escribe sobre un pergamino, ilustración de Jean Le Tavernier para el libro La escritura: Memoria de la humanidad de Georges Jean


Larga vida al libro, pues, sea cual sea su formato, y sin que el amor por él nos ciegue ante sus interpretaciones sesgadas, su visiones parciales, incluso en ocasiones propagandísticas. A pesar de ello, «es la multiplicidad de voces que hablan, matizan y se contradicen desde un número incalculable de páginas la que permite confiar en que no quedarán ángulos ciegos y habrá posibilidad de detectar las manipulaciones. Quienes aniquilan bibliotecas y archivos abogan por un futuro menos dispar, menos discrepante, menos irónico». Irene Vallejo no es ciega a todo esto como tampoco lo es ante los claroscuros de la historia material del libro.
«Mientras sostenía aquel delicado pergamino entre las manos enguantadas para no dañarlo, pensé en la crueldad. Igual que en nuestra época las crías de foca mueren a bastonazos sobre la nieve para que podamos arrebujarnos en cálidos abrigos de pieles, también los manuscritos más lujosos del medievo exigían considerables dosis de sadismo. Existieron ejemplares bellísimos fabricados con pieles de color blanco profundo y textura sedosa, llamadas «vitelas», que procedían de crías recién nacidas o incluso de embriones abortados en el seno de su madre. Imagino los gemidos de los animales y su sangre derramada durante los siglos para que las palabras del pasado hayan llegado hasta nosotros. Detrás del exquisito trabajo del pergamino y la tinta se esconden, como hermanos gemelos rechazados, la piel herida y la sangre -la barbarie que acecha en los ángulos ciegos de la civilización-. Preferimos ignorar que el progreso y la belleza incluyen dolor y violencia. En consonancia con esa extraña contradicción humana, muchos de esos libros han servido para difundir por el mundo torrentes de palabras sabias sobre el amor, la bondad y la compasión».
El infinito en un junco nos cuenta la historia del surgimiento y la evolución del libro. Los libros son la genealogía de la familia humana y cada uno de nosotros, aunque casi invisibles en la vastedad de la misma, somos parte de ella. «Somos los únicos animales que fabulan, que ahuyentan la oscuridad con cuentos, que gracias a los relatos aprenden a convivir con el caos, que avivan los rescoldos de las hogueras con el aire de sus palabras, que recorren largas distancias para llevar sus historias a los extraños. Y cuando compartimos los mismos relatos, dejamos de ser extraños». Por eso este libro es para...
«...ti, que lees estas líneas. Ahora mismo, con el libro abierto entre las manos, te dedicas a una actividad misteriosa e inquietante, aunque la costumbre te impide asombrarte por lo que haces. Piénsalo bien. Estás en silencio, recorriendo con la vista hileras de letras que tienen sentido para ti y te comunican ideas independientes del mundo que te rodea ahora mismo. Te has retirado, por decirlo así, a una habitación interior donde te hablan personas ausentes, es decir, fantasmas visibles solo para ti (en este caso, mi yo espectral) y donde el tiempo pasa al compás de tu interés o tu aburrimiento. Has creado una realidad paralela parecida a la ilusión cinematográfica, una realidad que depende solo de ti. Tú puedes, en cualquier momento, apartar los ojos de estos párrafos y volver a participar en la acción y el movimiento del mundo exterior. Pero mientras tanto permaneces al margen, donde tú has elegido estar. Hay un aura casi mágica en todo esto.
[...]
Eres un tipo muy especial de lector y desciendes de una genealogía de innovadores. Este diálogo silencioso entre tú y yo, libre y secreto, es una asombrosa invención».

El infinito en un junco - Irene Vallejo

Expertos inspeccionando la piedra de Rosetta durante el Congreso Internacional de Orientalistas de 1874, autor desconocido


Ficha del libro:
Título: El infinito en un junco: la invención del libro en el mundo antiguo
Autora: Irene Vallejo
Editorial: Siruela
Año de publicación: 2019
Nº de páginas: 472
ISBN: 978-84-17860-87-5
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