El siglo XIV fue una época muy convulsa en Europa. La Guerra de los Cien Años entre franceses e ingleses estaba en su apogeo y devastaba Francia, la Peste Negra causaba una mortandad sin límites y pequeños conflictos regionales se sucedían por doquier. La Península Ibérica no se libró de la inestabilidad. Castilla sufrió una guerra Civil entre los partidarios de Pedro I El Cruel y Enrique II de Trastámara, y tras la victoria de éste último apoyado por los franceses de Du Guesclin, la flota castellana participó brevemente en la Guerra de los Cien Años al lado de Francia atacando puertos ingleses. Portugal por su parte no reconocía la legitimidad de Enrique II, así que atacó a Castilla en las llamadas Guerras Fernandinas.
Esta situación de guerra intermitente entre Castilla y Portugal pareció arreglarse tras el matrimonio entre el Rey de Castilla Juan I y Beatriz, hija del Rey portugués Fernando I. En la práctica, esta boda suponía la anexión de Portugal por parte castellana, pero la resistencia de una gran parte de los portugueses dio lugar a una nueva guerra que culminó en la Batalla de Aljubarrota. Tras la derrota castellana, el Duque de Lancaster (un noble inglés casado con una hija de Pedro I El Cruel), vio la ocasión perfecta para desembarcar en España y hacer realidad sus pretensiones sobre el trono de Castilla, y sólo un episodio de gran heroísmo que se dio en Palencia, donde sus mujeres se enfrentaron y lograron derrotar a las tropas inglesas, lo detuvo. ¿Les parece un culebrón? Quizás en este artículo logremos desentrañarlo.
Panorama tras la muerte de Pedro I El Cruel
La muerte de Pedro I no terminó la Guerra Civil que se estaba manteniendo por ocupar el trono de Castilla, sino que continuó algunos años más en las figuras de sus hijos. Había partes del territorio castellano que no admitían al nuevo rey, y algunas potencias extranjeras vieron en ello la oportunidad de pescar en el río revuelto. Así, por ejemplo, el Duque de Lancaster tenía lejanas aspiraciones al trono al estar casado con Constanza de Castilla, hija de Pedro I. El Rey de Portugal, Fernando I, apoyó dicha pretensión e inició una serie de conflictos con Castilla (las Guerras Fernandinas). Sin embargo, su decisión era muy poco altruista, pues él mismo aspiraba a añadir Galicia a su corona, aprovechando que los nobles gallegos no reconocían la legitimidad del nuevo Rey Enrique II de Trastámara (de hecho, Fernando I fue proclamado durante un breve tiempo Rey de Galicia).
La aventura del Rey portugués no salió bien, y fue derrotado sucesivamente. Estas derrotas, y la inestabilidad que reinaba en la corte portuguesa (con nobles conspirando continuamente contra el rey), hizo que Fernando I tratara de llegar a la paz con Castilla (ya bajo nuevo Rey, Juan I, hijo de Enrique II) del modo que se hacía en aquellos tiempos: con una buena boda concertada. En principio los contrayentes serían el segundo hijo del Rey de Castilla (de nombre Fernando) y la heredera al trono portugués (de nombre Beatriz). Sin embargo, es finalmente el propio Rey castellano quien se casa con la heredera portuguesa al quedar viudo. En las capitulaciones matrimoniales, se establece que si el Rey portugués muere sin herederos varones, la corona portuguesa pasaría al hijo que tuviera el nuevo matrimonio, lo que en la práctica significaba que Castilla impedía que los ingleses se establecieran en la península y que Portugal sería anexionada a Castilla.
Como sea que Fernando I murió sin hijos varones poco después, su viuda se hizo cargo de la regencia a la espera de que se cumplieran las capitulaciones pactadas. Sin embargo, muchos portugueses no estaban en absoluto conforme con la situación. En diciembre de 1383, se produjo un levantamiento popular en Lisboa (que pronto se extendió por el país). A pesar de que la nobleza portuguesa no lo apoyaba, las Cortes portuguesas, reunidas en 1385, proclamaron Rey a Juan de Avis, hermano bastardo del Rey fallecido, que reinaría con el nombre de Juan I de Portugal. Sin embargo, su tocayo Juan I de Castilla no estaba dispuesto a permitirlo, y marchó con su ejército contra los portugueses tratando de proteger sus intereses. Una nueva guerra estaba servida.
La batalla de Aljubarrota
Cuando llegaron las noticias de la invasión castellana, el Rey portugués se encontraba en Tomar con su ejército. Dada la lentitud del avance de las tropas de Castilla (debido a su gran número, unos 30.000 hombres), Juan I de Portugal tuvo tiempo de elegir un terreno favorable a su ejército, muy inferior en número (alrededor de 6.500 soldados). La elección recayó en una pequeña colina de cumbre plana cerca de Aljubarrota. Junto a sus aliados ingleses (100 arqueros, los mejores de Europa en ese momento), el ejército portugués tomó posiciones en la vertiente norte de la colina, de frente a la carretera por donde el ejército castellano vendría, y esperaron a que el enemigo apareciera. La disposición del ejército portugués era altamente defensiva: en primera línea, la infantería y la caballería desmontada con los arqueros ingleses a los flancos (protegidos por dos ríos). Tras ellos, la retaguardia de refuerzos mandados por el propio rey portugués en persona. Eran las 10 de la mañana del 14 de agosto de 1385, y los portugueses se dispusieron a esperar a los castellanos.
El ejército castellano empezó a llegar al pie de la colina al mediodía, bajo un sol abrasador. Al ver la fuerte pendiente, el Rey Juan I de Castilla decidió que sus hombres la rodearan para atacar por el lado opuesto, ya que el desnivel era más suave. Pero realizar esta maniobra requería tiempo dado el gran número de soldados de su ejército. Los portugueses reaccionaron invirtiendo su posición, para lo que necesitaron mucho menos tiempo que los castellanos (eran menos hombres y la distancia a cubrir era menor). Mientras esperaban a que el ejército castellano se pusiera en posición, cavaron trincheras y fosos delante de ellos para obstaculizar una más que previsible carga de caballería. Esta táctica, tan propia de los ingleses, sería decisiva. Hacia las 6 de la tarde, los castellanos estaban en sus posiciones, pero muy cansados tras un día de marcha bajo un calor de justicia. Sin embargo ya no había vuelta atrás y la batalla comenzó.
Y tal y como habían previsto los portugueses, el combate empezó con una carga de caballería de los caballeros franceses aliados de Castilla. Sin embargo, debido a las trincheras cavadas y a la lluvia de flechas que caía sobre ellos, la carga no tuvo ningún efecto. Los desorganizados caballeros franceses fueron rechazados por la línea portuguesa, y muchos murieron o fueron hechos prisioneros. La retaguardia castellana entró entonces en acción y empezó a avanzar hacia los portugueses. Conforme lo hacían, sus líneas se iban desorganizando para caber entre los dos ríos que flanqueaban la colina. Los portugueses, al ver eso, hicieron retroceder a sus arqueros y dividieron la línea principal en dos, mientras la retaguardia portuguesa avanzaba por el espacio abierto del centro (para poder hacerlo sin estorbos, Juan I de Portugal ordenó ejecutar a todos los prisioneros capturados). El ejército castellano, atrapado entre los flancos portugueses y la retaguardia recién llegada, se batió con bravura pero empezó a sufrir cuantiosas pérdidas (también el ala izquierda portuguesa, conocida como Ala de los enamorados, tuvo muchas bajas).
Al anochecer, y viendo que la batalla estaba perdida, el Rey castellano ordenó la retirada. La desbandada fue total y la masacre devastadora, no sólo por parte de los soldados portugueses, sino también por los habitantes de los pueblos de alrededor, que seguían los acontecimientos y no dudaron en matar a cuantos fugitivos pudieron. La magnitud del desastre castellano sólo pudo contemplarse en toda su amplitud al día siguiente, 15 de agosto. Los cadáveres eran tantos que llegaron a interrumpir el curso de los ríos que bordeaban la colina. Se calcula que el ejército de castilla tuvo 10.000 bajas, mientras que el portugués apenas tuvo 1.000. Además, otros muchos hombres murieron en su regreso a Castilla, tan maltrechos quedaron. Pero la consecuencia más importante de la derrota es que Castilla quedó desguarnecida.
La llegada del Duque de Lancaster
La situación no podía ser más propicia para las dormidas aspiraciones que Juan de Gante, Duque de Lancaster, tenía sobre el trono de Castilla (aspiraciones que se basaban en el hecho de estar casado con una hija del difunto Pedro I El Cruel). En mayo de 1386, Portugal e Inglaterra se alían mediante el Tratado de Windsor y el 25 de julio Juan de Gante desembarcó con su esposa e hija en La Coruña, acompañado de un ejército de 7.000 hombres. De allí se dirigió a Santiago, donde se autonombró Rey de Castilla y, de paso, proclamó Papa a Urbano VI. Después estableció sus cuarteles de invierno en Orense. Decidió tomarse la conquista con tranquilidad, ya que en Orense tenía abundantes provisiones y el vino nunca faltaba a sus soldados (de hecho, muchos de ellos vieron este inicio de campaña como una especie de retiro, abandonados a borracheras interminables).
La campaña propiamente dicha empezó en la primavera de 1387. El Duque, junto a sus aliados portugueses, ocupó Alcañices con facilidad y desde allí se dirigieron hacia Benavente, a la línea defensiva que Juan I de Castilla había establecido para detenerlos y que iba de León a Zamora. Los defensores de Benavente habían quemado los campos en muchas leguas a la redonda, y los ingleses pronto se vieron acuciados por la falta de víveres. Tras dos meses de duro asedio, los ingleses se retiraron. La falta de comida hizo que las tropas de Juan de Gante se detuvieran en Valderas, un pueblo cercano a Benavente, con el fin de aprovisionarse. Sin embargo, sus habitantes quemaron todas las provisiones y huyeron, dejando el pueblo vacío y yermo. Las tropas inglesas, ciegas de rabia, lo arrasaron todo.
La campaña inglesa estaba resultando ser un desastre, y para paliar la sensación derrotista que parte de su ejército empezaba a tener, Juan de Gante necesitaba un triunfo fácil que elevara la moral de sus tropas y le permitiera poder continuar con sus aspiraciones. Así que dirigió su ejército hacia Palencia, ciudad que estaba indefensa pues sólo contaba con mujeres, niños y ancianos. Todos sus hombres habían muerto en Aljubarrota o se encontraban ahora junto a Juan I de Castilla en su línea defensiva, tras las sucesivas levas que el Rey castellano se había visto obligado a hacer. Los ingleses contaban con que obtendrían una fácil victoria, justo lo que la moral de sus maltrechas tropas necesitaba.
Las bravas mujeres de Palencia
A pesar de la ausencia de los hombres, la ciudad de Palencia no había dejado de funcionar a buen ritmo, pues las mujeres se habían hecho cargo de todo. Pastoreaban el ganado, sembraban y recogían las cosechas, y cuidaban a niños y ancianos, de modo que la vida seguía su curso. Sin embargo, en los primeros días de junio de 1387, una lejana polvareda dejaba adivinar unos estandartes que no conocían y que se acercaban con no muy buenas intenciones. El primer instante de pánico pasó pronto y las mujeres se empezaron a preparar para defender la ciudad. Primero recogieron el ganado y las provisiones, y a continuación cerraron las puertas de la ciudad. Sin embargo, sabían que no podían quedarse allí, porque no tenían ninguna posibilidad de resistir frente a un ejército organizado. Así que decidieron atacar ellas primero.
Contaban con el factor sorpresa, pues los ingleses no esperarían que un ejército de mujeres saliera a su encuentro. Las palentinas se armaron con todo lo que tuvieron a mano (hachas, cuchillos, azadas, guadañas...) y se prepararon para atacar a las tropas del Duque de Lancaster. Éstas, en un remanso a orillas del río Carrión, se dispusieron a pasar la noche confiados en que al día siguiente tendrían una fácil victoria. Sin embargo, al alba, cientos de mujeres armadas con guadañas, rastrillos y hachas se les echaron encima atacando las tiendas y pillando a las tropas inglesas totalmente desprevenidas. Las palentinas, estimuladas por el recuerdo de los hijos que han dejado en la ciudad, lucharon como demonios y con una voluntad titánica, hasta el punto de que los soldados del Duque de Lancaster, totalmente desconcertados y superados, huyeron en desbandada.
Los ingleses se recuperaron pronto, e intentaron sucesivas ocasiones asaltar la ciudad. Sin embargo, las mujeres, subidas a las almenas, rechazaron una y otra vez los ataques de las tropas del Duque de Lancaster, que finalmente tuvo que retirarse ante los rumores de la llegada de refuerzos castellanos. Por estas acciones, el Rey Juan I de Castilla otorgó a las mujeres palentinas el "adornar sus tocados con una banda de color rojo y oro, algo exclusivo hasta entonces de los caballeros. Además, les dio el privilegio perpetuo de ser " Derecho de tocas", por el que podían Caballeros de Honor ". Asimismo, se conserva una mesa de nogal coronada de mármol donde se recoge la hazaña y que actualmente se encuentra en el Museo del Ejército.
El fin de las aspiraciones de Juan de Gante
Juan de Gante, Duque de Lancaster, estaba viendo que su campaña para hacer realidad sus aspiraciones al trono castellano estaba siendo un desastre. No sólo las sucesivas derrotas habían dejado la moral de su ejército bajo mínimos, sino que la pérdida de apoyos en Galicia era cada vez mayor. Así que empezó a negociar la paz con los castellanos a espaldas de sus aliados portugueses. Las negociaciones finalmente fructificaron en el Tratado de Bayona del 8 de julio de 1388, por el que Juan de Gante renunciaba a todos sus derechos sobre el trono de Castilla a cambio del matrimonio de su hija Catalina con el primogénito de Juan I, el futuro Enrique III El Doliente. Quedaban de este modo unidas las dos ramas de descendientes de Alfonso XI, que hasta hacía pocos años estaban en guerra civil. Además este tratado cambió el mapa de alianzas europeas al retirar Castilla el apoyo a Francia en la Guerra de los Cien Años y dándoselo desde entonces a Inglaterra. La paz con Portugal aún tardaría un año más, ya que no se produjo hasta la tregua de Monçao del 23 de noviembre de 1389, por la que ambas partes se restituían mutuamente las plazas conquistadas.
La boda de los dos príncipes se llevó a cabo, como no podía ser de otro modo, en Palencia. Los contrayentes, él de 10 años y ella de 14, ostentarían por primera vez el título de Príncipes de Asturias, tal y como recogía el Tratado de Bayona (este título ha pasado desde entonces a los herederos de la corona de Castilla primero, y a los de la corona de España después). La boda tardó tres años en consumarse y aún pasarían otros 10 hasta que Catalina diera a luz a su primer hijo. La Reina Catalina trajo como parte de su dote un rebaño de ovejas merinas, famosas por la suavidad y calidad de su lana, que de este modo se introdujeron en España. Además, esta Reina pasaría a la Historia como la abuela de Isabel La Católica, de quien se dice que heredó su temple inglés, su piel blanca y sus " ojos de garza ".