Sentir por un instante el misterioso momento que provoca comprender una verdad. Una luz disparada involuntariamente desde el centro del ser.
Una fuente de sabiduría atávica que traspasa bloques mentales, sensoriales, viejos muros, madejas enredadas, telarañas de ignorancia para gritar silenciosamente lo que por un segundo se descubre, entiende, comprende. Un tesoro que llega en el momento preciso. Ni un segundo antes ni uno después. Porque de otra manera no nos daríamos cuenta de la maduración de los procesos, del camino minucioso y latente que recorre e indaga nuestro interior, nuestro pasado y presente. Traspasa angustias, alegrías, hastíos, vacíos, y períodos de mutismo. Una metamorfosis dolorosamente vital y necesaria.
Ese placer surgido del dolor, que al detectarlo nos libera el alma.
Batallas que se pierden, otras que se ganan, y algunas que simplemente invitan al escape.
En el mejor de los casos somos perpetuos espectadores del entorno, finos protagonistas de granos de arena, sujetos a las circunstancias, hermanos sanguíneos de la incertidumbre. Ser. Una pincelada, una mínima sombra de lo que somos.
Es difícil desprenderse de todo aquello que con gran empeño hemos instalado por años, meses o días, y lo adoptamos como nuestra realidad, esa misma que encarcela el camino con pesados barrotes imaginarios. No es imposible liberarse de ellos. Nada lo es.
Poder percibir ese instante misterioso, comprender esa verdad oculta que derriba un bloque anquilosado, y estar atentos a ese momento especial, es el sentimiento más puro que nos regala nuestra efímera y aguda existencia.
MP