Cuando tenía 20 años nunca me imaginaba viviendo la vida que vivo ahora. Tenía otras metas, otras aspiraciones, una vida muy distinta, no tenía pareja. No llevaba una vida alocada, en absoluto, de hecho no he sido de salir con muchos chicos, más bien han sido pocos. El tener hijos lo veía como algo lejano, y supongo que por la falta de pareja, como algo incluso poco posible.
Cuando me reencontré con el papá del peque mi visión cambió un poco, cuando encuentras a tu media naranja las cosas cambian, la vida te recoloca y te sitúa en una posición privilegiada. Empiezas a ver con otros ojos y tu imaginación se cambia de carril. Vislumbras familia, hijos. Pero seguía viéndolo lejano.
No he sido de las que me he tirado a por un carrito para ver a un bebé, ni de pedir que me lo dejasen coger, ni de hacer carantoñas a niños ajenos. En mi familia no había bebés así que mi trato con ellos ha sido escaso, por no decir nulo.
Cuando nos casamos, la siguiente pregunta obligada era: "¿y para cuando los niños?", ya sabéis, la gente nunca tiene suficiente. Al principio la verdad que queríamos estar disfrutando de nuestra vida de pareja. Llevábamos poco tiempo juntos, nuestra casa era un caos, hermoso pero caótico. No teníamos muebles, ni habitación, ni muchas cosas. Disfrutábamos así, en nuestra casa con eco. Poco a poco todo cambió y nuestra casa vacía se fue convirtiendo en un hogar.
Y de repente, unos años después, un día eso que llaman el reloj biológico despertó y dio el aviso. Era la hora, sabía que era la hora y entonces eso que llaman instinto despertó y supe que quería y estaba preparada para ser madre.
Unos años después, tras algunos (o muchos) problemas lo conseguimos, fuimos padres. Desde que fui capaz de sentirle en mi barriga conseguí desarrollar un vínculo con mi hijo, un afán protector, un cariño sin límites. Supongo que este sentimiento que describo os es familiar.
Este sentimiento ha ido creciendo a medida que ha pasado el tiempo, que duda cabe. Pero la primera vez que tuve a mi hijo en mis brazos supe que lo principal de mi vida había llegado, que ahora era madre, por encima de todo. Y aunque con un mar de dudas e inseguridades supe lo que tenía que hacer, ese instinto me ayudó enormemente.
El otro día hablaba con una amiga, había conocido recientemente al bebé de una amiga que había dado a luz. Y me contaba que su amiga estaba tan fresca, mirando de lejos a su bebé, que estaba en el cuco, pero sin cogerlo, sin espachurrarlo. No tenía la necesidad de cogerlo, de besarlo, no se la veía emocionada, confundida, abrumada. Yo me recuerdo a mi misma, no podía dejar de mirarle, aturdida, emocionada, feliz. Si alguien lo cogía se encendía en mi interior un piloto de alarma, no podía evitarlo. Solo me sentía segura cuando mi hermana o mi marido lo cogían.
Con la historia que mi amiga me contó me doy cuenta que es posible que haya madres que no tengan ese instinto, a las que no se les encienda ella llama interior, que no sientan ese despertar, ese nacimiento de otro yo más maduro y más pleno.
La experiencia de la maternidad es única, el amor que se siente no es comparable a ningún otro. De hecho hoy en día cuando mi hijo me abraza, me besa, y yo le correspondo me doy cuenta que ese vínculo que existe entre él y yo es especial, inquebrantable y maravilloso. Y espero que todas las madres puedan llegar a sentirlo, aunque me consta que alguna que otra se lo pierde.