Revista Talentos

El interesante caso del ferrocarril que desapareció durante una hora

Por Majelola @majelola

El interesante caso del ferrocarril que desapareció durante una hora.

Los raíles del ferrocarril dejaban asomar su negro esqueleto, de costillas planas, por las orillas redondeadas de una nieve que, lagrimosa, se despedía lentamente de un sol imbatible. En la estación de Indolence había un poco más de gente de lo normal, pues se congregaba allí un nutrido grupo de excursionistas, que pretendían pasar aquel día festivo en los museos y bares de la vecina ciudad de Caosland.

De vez en cuando un viajero se acercaba al borde del andén, y estiraba el cuello para escrutar los cuatro pares de nervios que sobresalían de la nieve, perdiéndose, cada vez más juntos, en la lejanía impoluta del inmenso valle. Luego el curioso volvía al grupo, frotándose las manos al calor vaporoso de su aliento.

-¡Parece que viene con retraso!

-Con esta nevada, no es extraño -respondió alguien.

Al fin una voz femenina anunció por megafonía que el tren procedente de Caosland efectuaría su entrada en la estación en breves minutos. Se escucharon voces de satisfacción y una mujer joven extrajo a su bebé del cochecito, en tanto que su acompañante, un tipo fornido de baja estatura, plegaba el vehículo. Un hombre de mediana edad, de pelo rizado y canas incipientes, ataviado con un abrigo negro raído, y sosteniendo una carpeta de folios, ofrecía versos dedicados por la gracia de algunos cuartos. Era un habitual de los andenes, y le llamaban -no sin cierto desdén-, el poeta.

Pronto escucharon el familiar sonido que confirmaba la inminente llegada del tren, y enseguida vislumbraron la forma ligeramente trapezoidal de la locomotora, agrandándose a medida que se acercaba. Entonces ocurrió algo sorprendente: el tren, y no solamente el tren, sino también las vías, desaparecieron de la vista. Simplemente se esfumaron, ante la mirada perpleja de los burlados viajeros. En su lugar tan sólo se extendía una llanura virgen, cuya intacta blancura desafiaba a la razón.

Por unos momentos, y tras las exclamaciones primeras, reinó un silencio absoluto. Muchos creyeron estar soñando; otros se sobrecogieron de espanto, y algunos apenas lograban reaccionar en modo alguno. Un joven que todavía llevaba puestos unos auriculares gritó, como única respuesta a lo desconocido, y le imitaron dos mujeres, y luego un viejo, con lo que se desató el caos. Mientras unos intentaban calmar a los afectados, los demás se unieron al vocerío esgrimiendo hipótesis de lo más peregrinas: extraterrestres, experimentos militares, segunda venida de Cristo, fin del mundo, broma de cámara oculta... incluso se habló de poner una reclamación.

La misma voz de mujer que había anunciado la llegada del tren, ahora con perceptible confusión, trató inútilmente de tranquilizar a los usuarios.

-Ferrocarriles del Norte lamenta mucho lo sucedido. En cuanto nos sea posible informaremos sobre el incidente, totalmente ajeno a nuestra organización. Rogamos mantengan la calma. Disculpen las molestias.

Con tales palabras no se consiguió sino aumentar el nerviosismo general. Las protestas aumentaron de tono, pero nadie se movió de allí. Aquello era demasiado intrigante para quedarse a medias. En los siguientes 50 minutos apenas sucedió nada, salvo la repetición intermitente del mensaje oficial de la compañía, y las elucubraciones cada vez más enrevesadas de los viajeros. Al cabo de este tiempo, y por sorpresa, las vías reaparecieron, así como el tren, que siguió acercándose a la estación desde el punto en que lo había dejado. Todo el mundo se apresuró a tomar posiciones al borde del andén, rabiosos de curiosidad, y pensando que los pasajeros del convoy les traerían las respuestas que tanto necesitaban.

Los que esperaban examinaron con avidez los cristales de las ventanillas mientras cruzaban velozmente ante sus crispados semblantes. Con un silbido prolongado el tren se detuvo; pero en los vagones, normalmente abarrotados, no viajaba ningún pasajero.

Un terror repentino sobrecogió sus almas. En el fondo de un silencio helado se abrió la puerta de la cabina de mando, y una cabeza cubierta con una gorra se asomó por ella. Luego apareció el cuerpo, alto y delgado, a pesar del grueso anorak de color desvaído. Se quedó en el primer escalón, para que todos pudieran verle, y levantó la mano izquierda, en la que sostenía un megáfono. Sus facciones amables y la expresión que con ellas componía su rostro, desentonaba con lo anodino de su vestimenta. Consciente de la expectación que causaba su presencia, se dispuso a tomar la palabra.

-Estimados usuarios: estáis todos invitados a subir a este tren. Pasa por vuestras estaciones con tal frecuencia que de recordarlo, no lo creeríais; pero aquí estamos un día más.

Observó a su audiencia y comprobó que muchos negaban con la cabeza.

-Sí -prosiguió-, ya sé que no tenéis noticia de ello. Es natural porque quien se queda en el andén lo olvida todo; y así sucederá también esta vez. Quien no tome este tren se olvidará de su existencia. Al menos hasta que el destino lo quiera nuevamente. Mi consejo, si se me permite, es que no perdáis esta gran oportunidad.

Algunas voces preguntaron por el destino de tan extraño transporte. El maquinista sonrió y volvió a colocarse el megáfono delante de la boca.

-Este tren, señoras y señores, tiene como destino la Sabiduría. Ni más, ni menos.

Un murmullo generalizado recorrió la estación.

-¡Sí, sí! Así es. Todo el que suba a bordo y siga viaje la obtendrá seguro. Más esto tiene una consecuencia.

-¿Y qué consecuencia es esa? -inquirió un hombre con gafas y bigote, algo tripudo.

-¡Ah, querido! Que nunca se podrá regresar al estado de ignorancia.

Hizo una pausa, ya estaba acostumbrado a lo peor.

-El billete no cuesta nada, señoras y señores. Completamente gratis.

Nadie habló. El maquinista recorrió el andén con la mirada, y como si esperase una acogida entusiasta preguntó:

Pero ninguno se movió de su sitio, ni abrió la boca. Algunos bajaron la cabeza, pensativos.

-¡Yo voy! -exclamó una voz desde el fondo del andén. Todos se volvieron: era el poeta. Éste se guardó el bolígrafo en el bolsillo, y los demás le abrieron paso, entre admirados y envidiosos. Apenas entró en el vagón, el poeta comprendió el porqué de ambas cosas. No era un mal principio.

-¿Alguno más? -insistió el maquinista.

El hombre bajó el megáfono y sonrió con tristeza. "Siempre puede más la cobardía", murmuró para sí. Se quitó la gorra y la agitó un par de veces en el aire.

-¡Disfruten de su día! -gritó amablemente; y desapareció en el interior de la cabina un segundo antes de que se cerrasen las puertas. Todas las puertas.

Otro segundo después los viajeros habían olvidado todo lo acontecido en la última hora. Ni siquiera el reloj de la estación ni ningún otro delataba que hubiera transcurrido ese tiempo. El tren de Caosland llegó a su hora prevista, y nadie entonces, ni muchos años después, reparó en la prolongada ausencia del poeta.

El interesante caso del ferrocarril que desapareció durante una hora.

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