Las cosas no habían empezado bien. Como si de una premonición se tratara, el marqués de Santa Cruz, don Álvaro de Bazán, héroe de Lepanto, nombrado almirante por voluntad del rey Felipe para armar las escuadras con la que desembarcar las tropas y la cruz en las heréticas tierras de Inglaterra, muere en Lisboa. Ya antes del fallecimiento de Santa Cruz el rey encorajinado por la muerte de María Estuardo, ejecutada, y los ataques de Drake sobre todo lo español, menos prudente de lo que en él era costumbre, urgía al anciano marqués para tenerlo todo listo a la mayor brevedad, mientra éste, demorando la partida, se quejaba a don Felipe de la falta de medios. Muerto Santa Cruz, don Felipe nombra en su lugar al duque de Medina Sidonia, don Alonso Pérez de Guzmán. Era don Alonso un joven aristócrata, lealísimo a su rey, pero con escasa experiencia militar y nula en asuntos de la mar; él mismo manifestó a su rey no ser la persona idónea para tan magna empresa, pero disciplinado acató el mandato.
Aparejada la Armada, zarpó de Lisboa, tuvo que refugiarse del temporal en La Coruña y prosiguió su rumbo hasta el Canal de la Mancha. Allí, en la costas de Flandes esperaba Alejandro Farnesio, duque de Parma, con las tropas que debía embarcar en los galeones españoles y que llevadas a las costas inglesas, debían invadir y ocupar el reino de Isabel, la hermanastra protestante de María Tudor, la segunda y muy católica esposa del rey español.
No se puede achacar sólo al mal tiempo, que lo hubo, el fracaso de la expedición. Fueron juntas muchas las causas: la inflexible posición de Medina Sidonia, que como calzado con antojeras, cumpliendo órdenes reales, se dirige a Flandes sin desvío, impide aprovechar un ataque a la flota inglesa concentrada en Plymouth propuesto por Juan Martínez de Recalde y Miguel de Oquendo; la falta de coordinación entre Medina Sidonia y Parma en el embarque de las tropas; el ataque de los navíos ingleses, ya en el mar y el temporal que impulsó las naves españolas hacia el Mar del Norte fueron razones del fracaso más que de la derrota; pero es a partir de entonces cuando, perdida toda esperanza de cumplir la misión, se inicia el regreso de la armada dispersa, y su debacle total; en práctica desbandada, unos recalan en Alemania, otros toman rumbo Norte e inician una singladura por el Este de la Gran Bretaña para descender luego bordeando la isla verde de Irlanda, navegando rumbo Sur hasta encontrar cobijo en los puertos del Cantábrico.
Es entonces, empujados por las tormentas hacia las costas irlandesas, cuando comienza la atribulada historia del capitán Francisco de Cuellar. El propio Cuellar cuenta en una carta dirigida a su rey Felipe II, fechada en Anvers, el 4 de octubre de 1589, inédita durante trecientos años hasta que don Cesáreo Fernández Duro, académico de la historia, la descubrió e hizo pública en 1884, lo que durante el último año supuso para él la lucha por sobrevivir.
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Cuellar es capitán del galeón San Pedro. Su navío ha quedado muy perjudicado en el Canal por los cañonazos ingleses, con muchas vías de agua y desperfectos de todo tipo, pero a flote, cuando el San Pedro, en el mar del Norte, la armada en formación, iniciando el regreso, uno de los pilotos, al mando en ese momento por hallarse Cuellar descansando, según refiere él mismo, abandona, como otros hacen, la formación ordenada por Medina Sidonia. Arrestado el capitán, se le traslada a otra embarcación. Juzgado con rigor para dar ejemplo, se le condena a muerte, pero su pena es demorada por el auditor Martín de Aranda, a la espera de aclarar unos hechos, por mi insistencia y la de otros, para él nada claros.
Pero destino del capitán Cuellar no es colgar del mástil de un galeón español. Cuando los navíos de la armada muy dividida ya, rumbo Sur, comienzan a sufrir los embates de la mar, arrastrados por fuertes vientos, los marineros asomados por la amura de babor ven las costas irlandesas. Sin poderlo impedir, muchas naves resultan despedazadas en los encontronazos con los arrecifes y los acantilados. La que custodia al capitán Cuellar es una de ellas. En aguas de la bahía de Sligo, el navío se deshace en el mar. Todos tratan de alcanzar la costa, sólo una parte de los que saben nadar o logran asirse a algún madero lo consigue. Cuellar es uno de los que logra. Llega a la playa, que en realidad es un infierno. El naufragio de los barcos españoles ha alertado a los habitantes de la costa, gentes que acuden en busca de los restos del naufragio, que no dudan en robar a los desgraciados que llegan a la playa. Les apalean y les roban cuando llevan encima; ni las ropas conservan. Después, abandonados, indefensos y desnudos los españoles, llegan los soldados ingleses. Como marino entre Escila y Caribdis, el capitán Cuellar no ha dejado atrás el peligro de los soldados ingleses, cuando, otra vez los salvajes que habitan aquellas tierras, pues por su forma de vida, sus vestimentas, su alimentación, las chozas en las que viven así se lo hacen creer, le roban cuanto lleva encima
Es empeño de los luteranos ingleses dominar aquellas tierras. Llevan tiempo persiguiendo a los clanes católicos de aquellas regiones, asaltando conventos y acosando a los frailes, pero ahora, con órdenes expresas de William Fitzwilliam, Lord Diputado, parten de Dublín, mil setecientos soldados ingleses a la captura de los náufragos de la escuadra española. La persecución es implacable. Los que no son mutilados en las mismas playas con la saña que no halla hombre de bien que lo pueda imaginar, son conducidos a los castillos bajo control inglés, donde son ejecutados. Así, el capitán Cuellar en su huida, herido, hambriento, aterido de frío, encuentra españoles colgados de sogas en caminos, en conventos abandonados por sus frailes, temiendo acabar su suerte de igual modo.
Avanzando sin saber donde ir, unas veces solo, la mayoría; otras acompañado de otros españoles a los que encuentra en su tránsito por aquellas inhóspitas tierras, llega a un poblado. Allí manda un tal O’Rourke, católico, enemigo de los invasores luteranos. Gentes del lugar avisan que hay un galeón español en la costa, ha llegado hace poco y se avitualla. Con gran alegría los españoles, maltrechos todos, emprenden el camino. A Cuellar, su pierna herida, le impide seguir el paso. Con la salud tan quebrantada queda rezagado. La suerte, Nuestro Señor piensa él, ha querido que la nao española zarpase antes de su llegada, pues al poco le llegan tristes nuevas: naufragado el navío, muchos ha perecido ahogados, y a los que llegaron a la playa “los pasaron a cuchillo los ingleses”. Solo otra vez, se cruza en su camino un hombre. Se entiende con él en latín. Es un fraile, aunque viste como seglar, prudente medida en lugar donde soldados de la reina de Inglaterra, a las órdenes de Fitzwilliam, carecen de la más mínima caridad con los prisioneros católicos que capturan. Le ayuda y le indica el camino que debe seguir camino del castillo de McClancy, otro de los jefes de la región. Cuando el capitán Cuellar llega por fin, encuentra compañeros suyos de los navíos naufragados en aquellas costas. McClancy acoge a Cuellar, como antes hizo con los ocho que llegaron antes, mas al saber que las fuerzas de Fitzwilliam se acercan a su castillo decide abandonarlo, huir hacia las montañas. Los españoles, deciden quedarse en el castillo. Dicen a McClancy que lo defenderán. Es fortaleza difícil de tomar, rodeada por las aguas del lago Melvin, tampoco el acceso por tierra resulta fácil, pues los pantanos abundan, y tan sólo una estrecha lengua de tierra firme permite llegar hasta sus puertas. Sin artillería, con algunos mosquetones y arcabuces podrían intentar contenerlos. Y así se hace. Con provisiones para seis meses y algunas armas esperan la llegada de los ingleses. Tras diecisiete días de asedio grandes temporales azotan el campamento inglés. Tan intenso es el frío, tan copiosas las nevadas, que los ingleses levantan el campamento y se retiran. Cuellar y sus españoles son héroes. Admirados como soldados que luchan contra quienes ellos luchan, cristianos como ellos, McClancy lo los deja partir; porque, ¿qué mejor guardia que la de estos españoles aguerridos, valientes y cristianos, enemigos por su fe de los ingleses luteranos?
Sin otra alternativa para ser libres que la huida, Cuellar y cuatro de los españoles, prisioneros compañeros suyos, con la nocturnidad que favorece sus propósitos, abandonan el castillo de McClancy y pasando vicisitudes sin cuento y muchas penas, otra vez herido Cuellar en la pierna, ponen camino de la costa donde han oído decir podrían ser llevados a Escocia y desde allí a Frandes, que es casi lo mismo que decir a casa.
Solo otra vez ─sus compañeros han continuado sin él─ la suerte o la providencia se alían con el capitán. Asistido por unos lugareños, le curan, le dan de comer y, cuando es descubierto por dos soldados ingleses que pretenden trasladarlo a Dublín, donde su muerte será segura, le facilitan la huída. Otros, después, le ayudan también. ─Español, debes caminar sin descanso, los ingleses te buscan─; y señalando con el dedo le indican el camino donde encontrará al obispo de Derry, Redmond O’ Gallagher, buen cristiano, fugitivo de los ingleses, al que también buscan, y que le ayudará, le dicen. El obispo O’Gallagher asiste a doce españoles ya; a ellos se une Cuellar, y todos por fin, en una barcaza, pasan a Escocia, donde tras larga espera, al fin un mercader escocés, por cinco escudos por cada uno de los españoles, prometidos por el duque de Parma, avisado de la necesidad de aquellos españoles “invictos” inicia a el regreso. O eso creen los españoles porque el escocés, vendido a los holandeses, ha hecho tratos para entregarlos. Pero otra vez la fortuna, o la providencia piensa él, acude en su ayuda. Separadas dos de las barcazas del escocés, una de ellas la que lleva a Cuellar, encalla en unos arrecifes y acaba destrozada por las rocas y los cañonazos de los holandeses. Sujeto a un madero Francisco de Cuellar alcanza la playa. Soldados de los tercios le asisten. Ha sobrevivido a la mayor aventura de su vida. Varios miles de soldados y marineros no tuvieron su suerte(2).
(1)Redmond O’Gallagher, obispo de Derry, fue asesinado por soldados ingleses, cerca de Dungiven, el 15 de marzo de 1601.
(2)Aunque fueron muchos los barcos perdidos, tanto en el Mar del Norte, como en las costas de Escocia e Irlanda, aquí al menos veinte barcos, buena parte de la flota, aunque en un estado lamentable, alcanzó puertos españoles. Del estado anímico de que regresaron basta recordar cómo el almirante don Miguel de Oquendo, que llegó al puerto de Pasajes, fue presa de tal abatimiento, que recluido en su casa, se negó a hablar, incluso con su esposa, muriendo de tristeza poco después.