A Ramiro la diabetes terminó por dejarle ciego. Ya ve, doctor, me diagnosticaron que tenía el azúcar alto cuando cumplí los cincuenta y nunca lo tomé en serio. Un día me trajeron de urgencia. Yo no recuerdo nada. Tenía el azúcar por las nubes, más de quinientos, creo que dijeron. Estuve ingresado doce días y cuando me dieron el alta me explicaron que tendría que empezar a pincharme insulina. La última vez que estuve en el oftalmólogo me dijo Ramiro, tú no tienes ojos, tú tienes dos almendras garrapiñadas.
Esta mañana Ramiro telefoneó para pedirte que fueras a verlo a casa. Estaba nevando y el hielo en las aceras era un trampa mortal para un ciego. Usted verá: o viene a casa o sale a buscarme a la calle, porque me voy a partir una pierna. Tranquilo, Ramiro, iré para allá al final de la consulta. Cuando quiera, no hay prisa, le voy adelantando trabajo, yo creo que es un catarro mal curado.
Llamaste con los nudillos a la puerta y la hoja cedió lentamente. Está abierto, doctor, al fondo del pasillo. De un túnel oscuro llegaste a una habitación en la que una de las paredes era una enorme cristalera con vistas al valle. Ramiro tenía una ceguera bilateral del noventa por ciento. Con mucha luz, podía distinguir alguna sombra. Estaba sentado de espaldas a ti frente a una mesa, con la cabeza levantada como si admirara el paisaje de la montaña y las manos ocupadas en algo. Posaste tu mano en su hombro. ¿Qué tal, Ramiro, qué hace? Hola doctor. Mire, invento palabras ya que no puedo leerlas.
Sobre una tabla de cerámica blanca, con hilos negros de seda quirúrgica impregnados en aceite, escribía palabras que después fijaba con laca.