A pesar de las esperanzas generadas por la mal llamada primavera árabe en Egipto, el país se encuentra bajo un régimen todavía más despótico que el de Mubarak. El golpe de Estado militar que derrocó al Gobierno democrático de los Hermanos Musulmanes fue el preludio del asentamiento del general Al Sisi, que sustenta su poder en la represión de la disidencia y el apoyo de la comunidad internacional. Parecían correr vientos de inequívoco cambio en Egipto.
Las revueltas populares, que tuvieron como epicentro la icónica plaza Tahrir, provocaron en febrero de 2011 el derrocamiento y posterior exilio de Hosni Mubarak tras tres décadas en el poder. Bajo el lema “Pan, libertad y justicia social”, la sociedad egipcia se encaminaba hacia un proceso de transición democrática bajo la supervisión del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas (CSFA), una junta militar que asumió el poder de manera interina y que se autoproclamó protectora de la revolución hasta la celebración de elecciones.
Apenas dos meses después, el pueblo egipcio aprobó por referéndum una declaración constitucional elaborada por el CSFA que marcaría el camino hasta la aprobación de una nueva Constitución. Entre noviembre de 2011 y enero de 2012 tuvieron lugar las elecciones legislativas y en junio las presidenciales; en ambas el principal triunfador fueron los Hermanos Musulmanes, la organización islámica más antigua, popular e influyente del mundo árabe. Su partido político ad hoc, el Partido de la Libertad y la Justicia, se hizo con una mayoría simple en el Parlamento, mientras que su candidato presidencial, un desconocido profesor universitario que apenas se dejó ver por las revueltas, Mohamed Morsi, se convirtió en el primer presidente civil de Egipto desde la abolición de la monarquía en 1953. A pesar de que el aparato estatal que sostuvo el régimen militar de Mubarak no se había desmantelado y su remanente ocupaba un papel central en forma de junta militar, la transición parecía tomar el cauce correcto. Pero esto solo sería un espejismo.
Para ampliar: “Los autócratas derrocados tras la Primavera Árabe: Hosni Mubarak”, Adrián Albiac en El Orden Mundial, 2014
Oriente Próximo y Magreb, la Primavera Árabe vuelve a la casilla de salida. Fuente Cartografía EOM.La hermanización de Egipto
Con el triunfo electoral, los Hermanos Musulmanes certificaron ser los principales beneficiarios políticos de unas revueltas populares que no impulsaron. El movimiento secular de jóvenes que se echaron a la calle el 25 de enero de 2011 ante la falta de oportunidades y libertades no logró aglutinarse en un partido político de alcance nacional, algo de lo que se beneficiaron los partidos islamistas: los Hermanos y los salafistas de Al Nour se hicieron con el 70% de los escaños en la Asamblea Popular, cámara encargada de designar una asamblea constituyente. Haciendo valer su abrumadora mayoría e ignorando la voluntad de los partidos seculares, que pedían que la constituyente fuese elegida por consenso, los islamistas se reservaron dos tercios de ella, pero de poco les sirvió cuando en abril de 2012 la Corte Suprema la declaró inconstitucional. En junio, días antes de la esperada victoria en las presidenciales de Morsi, la propia Asamblea Popular fue disuelta al ser considerada inconstitucional la elección de un tercio de la cámara, por lo que el CSFA se arrogó sus funciones legislativas hasta la celebración de nuevas elecciones parlamentarias.
Esta desenmascarada intromisión en la política egipcia de la junta militar, que en todo momento se mantuvo como un órgano independiente —cuando no superior— respecto al Gobierno civil, iba a marcar el inicio del mandato de Morsi, que a golpe de decretos ejecutivos trató de desembarazarse de su influencia. El más polémico, posteriormente revocado, situaba sus resoluciones por encima de la ley, lo cual fue considerado una maniobra dictatorial que provocó la animadversión tanto de las fuerzas de la oposición como del Ejército. En otro de sus decretos, Morsi destituyó al presidente del CSFA y ministro de Defensa, Mohamed Huseín Tantaui, y lo sustituyó por el jefe de inteligencia militar, Abdelfatá al Sisi.
Una vez acordada la composición de una asamblea constituyente más equitativa, aunque igualmente favorable a los islamistas, la nueva Constitución, que establecía la sharía o ley islámica como principal fuente de Derecho, fue aprobada por referéndum en diciembre de 2012. Sin embargo, la gran abstención, cercana al 70%, daba muestras de la polarización de la sociedad egipcia y el desencanto de gran parte de ella con los derroteros confesionales por los que avanzaba la transición.
En las plazas, los disturbios y enfrentamientos se recrudecían; la lacra del terrorismo arreciaba en el Sinaí y la economía se desplomaba. El sector turístico, las inversiones extranjeras y la producción de hidrocarburos se derrumbaron, los cortes eléctricos y la escasez de combustibles se hicieron frecuentes, el paro aumentó, las reservas de divisas quedaron bajo mínimos y los precios se encarecieron. Solo la ingente ayuda financiera de Catar, aliado fundamental de los Hermanos Musulmanes, y, en menor medida, Turquía, hacían sostener una situación crítica.
Para ampliar: “Egipto y las tres olas de la yihad”, Martí Nadal en El Orden Mundial, 2016
En junio de 2013 el Tribunal Constitucional decretó la inconstitucionalidad de la única cámara funcional del Parlamento, el Consejo de la Shura, y de la segunda asamblea constituyente. En este contexto de caos institucional, Morsi nombró como gobernador de Luxor a un exmiembro de la organización terrorista Al Gama al Islamiya —‘el grupo islámico’—, perpetradora del atentado en esta ciudad que causó la muerte de más de 60 turistas en 1997. Además de provocar la dimisión del ministro de Turismo, esta decisión exasperó definitivamente a la oposición.
Por entonces, el movimiento Tamarrud —‘rebelión’— había reunido millones de firmas para la dimisión de Morsi y la celebración de nuevas elecciones. Su campaña logró que millones de manifestantes se echaran a la calle en protestas tanto en El Cairo como las principales ciudades del país, lo que hizo reaccionar al Ejército, que lanzó un ultimátum de 48 horas al presidente. Apenas un año después de su proclamación, Morsi fue depuesto por un golpe de Estado militar comandado por su ministro de Defensa el 5 de julio de 2013.
Tirano por dentro, fidedigno por fuera
El país se encontraba sumido en el caos. La enorme multitud que recibió con vítores y celebraciones la intervención del Ejército fue contestada por un gran número de islamistas que se echaron a la calle pidiendo la restitución de Morsi. Los enfrentamientos provocaron decenas de muertos y heridos en los días posteriores, pero lo peor estaba aún por llegar. En agosto la Policía y el Ejército desalojaron por la vía armada una acampada islamista en la plaza cairota de Rabaa. Las cifras de la masacre hablan por sí solas: al menos 817 personas fueron asesinadas a manos del régimen.
Esta fue la carta de presentación de un Al Sisi que suspendió la Constitución y prometió nuevas elecciones. Mientras tanto, en el exterior, la comunidad internacional contemplaba estupefacta el desarrollo de los acontecimientos. Ni la Unión Europea ni Estados Unidos, socios tradicionales de Egipto, condenaron el golpe, y acabaron aceptando a Al Sisi como un mal menor. Con Libia y Siria resquebrajadas por la guerra, para Occidente la estabilidad era una prioridad en Egipto.
Al Sisi supo venderse, tanto dentro como fuera del país, como un líder que iba a revitalizar la desastrosa economía, restablecer el orden público y combatir con dureza el terrorismo. Sin embargo, esta lucha contra el terrorismo ha servido para enmascarar y extender la feroz represión hacia los Hermanos Musulmanes: su partido político fue disuelto y fueron declarados una organización terrorista, encarcelados, torturados y asesinados. Varios centenares de Hermanos Musulmanes fueron condenados a muerte en apenas un año, incluido el expresidente Morsi, al que finalmente se le revocó la condena para aplicarle cadena perpetua. En el lado opuesto, el exdictador Mubarak quedó absuelto de sus cargos hasta en dos ocasiones, en 2014 y en 2017, y salió de prisión en marzo de este año.
En el ámbito económico, Al Sisi ha basado su estrategia de desarrollo en megaproyectos de dudosa viabilidad y en la ayuda de sus aliados del Golfo, especialmente Arabia Saudí. Su milmillonaria ayuda financiera y cuantiosos aportes de petróleo han formado parte de un idilio que ha llevado a Egipto a cederle dos islas —Tirán y Sanafir— en el mar Rojo, participar en coalición en la guerra de Yemen e incluso hay un proyecto de puente para conectar ambos países. Otros proyectos faraónicos incluyen la construcción de una nueva capital en medio del desierto —financiada parcialmente por China y en la que también participa una constructora emiratí—, un tren de alta velocidad —todavía en el aire— de firma española, una central nuclear acordada con Rusia, varias plantas eléctricas de la alemana Siemens, la ya materializada ampliación del canal de Suez y la inauguración de la base militar más grande de Oriente Próximo.
Fuente: Cartografía EOM.Es precisamente en el ámbito internacional donde Al Sisi ha cosechado sus mayores logros como rais de Egipto. Una de las primeras visitas internacionales tras el golpe fue Moscú en febrero de 2014, y sirvió para sellar un preacuerdo armamentístico valorado en tres mil millones de dólares. Putin apreciaba de esta manera la caída del Gobierno de Morsi, que se había posicionado en contra de Al Asad en la guerra de Siria. Tres meses más tarde, Al Sisi arrasó en las controvertidas elecciones presidenciales, en las que se hizo con el 96% de los votos. Una vez dotado al régimen de apariencia democrática, los apoyos se fueron redoblando.
Estados Unidos, receloso del acercamiento de su mayor aliado del norte de África a Rusia, apenas tardó días en reanudar la ayuda financiera y militar —vigente desde los acuerdos de Camp David—, que había sido recortada tras la masacre de Rabaa. En total, la asistencia estadounidense está valorada en casi 1.500 millones de dólares, lo que convierte a Egipto en su tercer destinatario predilecto, tras Israel y Afganistán. Meses después, Al Sisi, en busca de inversiones y bajo el cartel de “aliado contra el terrorismo”, visitó países como China, Italia, Francia o España. Importantes acuerdos con los países europeos también han incluido a Reino Unido y Alemania, especialmente en los ámbitos de ayuda financiera, refuerzo de la seguridad —que en el caso francés incluye acuerdos armamentísticos valorados en 6.000 millones de dólares— y control de la inmigración, tras convertirse Egipto en una importante ruta para migrantes que tratan de zarpar hacia Europa. Un incentivo más para la sintonía euro-egipcia es la mayor fosa de gas natural del Mediterráneo, descubierta en el mar egipcio, de la que el Viejo Continente es un consumidor potencial.
Para ampliar: “Argelia y el desafío energético de Europa”, Pablo Moral en El Orden Mundial, 2017
La involución faraónica
El espaldarazo diplomático de estos países ha apuntalado un régimen que se ha vuelto feroz para su población y que no está teniendo unos resultados extraordinariamente deslumbrantes ni en lo económico ni en la lucha contra el terrorismo. La estrategia de combatir el terror con más terror, que incluso ha trascendido fronteras —Egipto ha bombardeado posiciones del Dáesh en Libia como represalia al asesinato de ciudadanos coptos y provee al general Haftar con armas y apoyo diplomático—, no parece estar dando los frutos deseados. En el Sinaí, donde Egipto ha enviado tropas y creado una zona de seguridad inaccesible para informadores, persisten grupos afines tanto a Al Qaeda como al Dáesh, que ha reivindicado docenas de ataques. Entre los más atroces destacan el atentado el Domingo de Ramos de 2017 a dos iglesias coptas, que dejó 45 muertos; el derribo de un avión ruso en 2015, en el que murieron 224 pasajeros, y el ataque a una mezquita sufí, que causó 305 muertos. En total, solo desde 2015, los ataques se han cobrado más de un millar de víctimas mortales.
Se calcula que en Egipto hay por lo menos 106.000 encarcelados —casi el doble que con Mubarak—, de los cuales 60.000 son considerados presos políticos —el número no pasó de los 10.000 con el antiguo dictador—, para los que el régimen ha tenido que construir 16 cárceles nuevas. En las prisiones, según informes de Amnistía Internacional y Human Rights Watch, son frecuentes las torturas, que incluyen palizas, mutilaciones y descargas eléctricas. Para Occidente, la brutalidad del régimen quedó en evidencia con la detención, secuestro, tortura, asesinato y arrojo a una cuneta del cuerpo del joven investigador italiano Giulio Regeni, que, a pesar de provocar reacciones de indignación en Europa, no conllevó mayores represalias. A las fuerzas de seguridad egipcias se les atribuyen cerca de 3.000 asesinatos y cientos de desaparecidos desde 2013, y en los aproximadamente 7.400 juicios militares contra civiles se ha condenado, en muchos casos, sin pruebas concluyentes.
Egipto es el undécimo país más afectado por el terrorismo según el último Índice Global de Terorrismo. Fuente: Cartografía EOMA golpe de ley y con un Parlamento afín a Al Sisi desde las legislativas de diciembre de 2015, Egipto es hoy un régimen draconiano en el que se puede ir a la cárcel siete años por copiar en un examen. Las manifestaciones y protestas están prohibidas, salvo las aprobadas por el Estado. Al Sisi controla los medios de comunicación nacionales y la censura, tanto para los medios convencionales como en internet, es cada vez más férrea —400 webs han sido censuradas en los últimos meses—. La actividad de las ONG independientes ha quedado criminalizada con una nueva ley de mayo de 2015, que incluso prevé la pena de muerte para sus incumplidores y que ha servido de pretexto para que Donald Trump —a pesar de su visita a El Cairo en abril de 2017— recortase la ayuda militar a Egipto.
Mientras tanto, la receta económica del mariscal no ha dado muchos motivos para el optimismo. El turismo, que hace una década representaba casi un 20% del PIB, en 2016 apenas llegó al 7%. El sector no se recupera desde las revueltas de 2011 y el auge del terrorismo no ha hecho sino agudizar un desplome de turistas que ha llegado al 70% desde el atentado al avión de turistas rusos, quienes constituían en 2014 un tercio del total de los visitantes internacionales.
Para ampliar: “El impacto del terrorismo internacional en la industria del turismo. Balance y perspectivas en el Mediterráneo”, Pablo Moral en IEEE, 2016
En verano de 2016, ante una economía que no levantaba cabeza, Al Sisi tuvo que pedir ayuda al Fondo Monetario Internacional, que se comprometió a un préstamo de 12.000 millones de dólares a cambio de su correspondiente protocolo de medidas liberalizadoras y austeras. A partir de entonces, aunque el crecimiento siga siendo modesto y la deuda externa haya sobrepasado el 100% del PIB, ciertos indicadores económicos han experimentado mejoría. El desempleo ha bajado dos puntos —11,5%—, el déficit fiscal se ha reducido, así como el de la balanza de pagos, merced a un aumento de las remesas y exportaciones propiciado por la flotación de la libra egipcia, recomendada por el FMI, que ha tenido el efecto de hundir su valor hasta un 50% y provocar una inflación de más del 30%. La contrapartida de estas cifras han sido el aumento de precios de productos básicos, especialmente los combustibles y el gas natural, y el aumento de los impuestos. Más de un cuarto de la población sigue viviendo por debajo de la línea de la pobreza —el doble si solo consideramos la población joven—, el desempleo juvenil supera el 25% y la corrupción no amaina.
En 2018 tendrán lugar nuevas elecciones presidenciales, en las que se espera una nueva victoria de Al Sisi ante la opresión e intimidación ejercida contra sus potenciales rivales, como el asalto a una imprenta con material del abogado de derechos humanos Jaled Ali y la presunta detención de Ahmed Shafik, ex primer ministro de Mubarak, poco después de haberse declarado candidato.
¿Qué ha fallado en Egipto?
Al contrario que Túnez, la transición democrática en Egipto pasará a la Historia como un modelo que no debe seguirse. En primer lugar, el aparato estatal del régimen de Mubarak ni se desmanteló ni demostró tener la más mínima intención de dejar de jugar un papel determinante en la política egipcia, como demostraron sus intromisiones en la corta legislatura de Morsi. En segundo lugar, su Gobierno sencillamente no estuvo a la altura del momento crucial que atravesaba el país. A pesar de contar con el respaldo de las urnas, adoleció de una inexperiencia que lo llevó a incurrir en un sectarismo irresponsable; en lugar de optar por construir un proyecto en el que el conjunto de la sociedad egipcia se viera representado, los Hermanos Musulmanes, junto con los salafistas de Al Nour, aprovecharon su mayoría parlamentaria para condenar al ostracismo político a minorías tan influyentes como los cristianos coptos o unas fragmentadas fuerzas seculares. Con esta maniobra, ilusoriamente ventajista, acabarían sellando su malogrado destino.
En tercer lugar, en el descarrilamiento de la transición egipcia ha influido inestimablemente una comunidad internacional cínica, que ha aceptado apoyar a un nuevo tirano a sabiendas de que la inestabilidad en la región no admite un nuevo foco de inseguridad en Egipto. La Historia se repite con ecos en varios países en la actualidad: la seguridad prevalece frente a los derechos humanos para el mundo occidental. Ante semejante panorama, el pueblo egipcio, llamado a ser el protagonista de la transición, no ha sido sino su principal víctima. El espíritu de Tahrir ha quedado mutilado por la ferocidad de un régimen que ha aprendido la lección. Solo queda saber hasta cuándo van a estar dispuestos sus aliados en el exterior a tolerar sus abusos; sin una presión internacional disuasoria, con la disidencia oprimida y la democracia secuestrada, el invierno en Egipto promete ser muy largo y muy crudo.