La primera camiseta de fútbol que me compró mi padre era roja y la adquirimos una tarde de sábado en el Bazar Murciano. Entonces, debía ser sobre 1970, las equipaciones no respondían al marketing actual. Era roja y lisa, sin más aditamento. Recuerdo que ese día también me compré el escudo de fieltro con las siete coronas y su insignia real en todo lo alto. Desde niño, mis visitas al campo de La Condomina fueron muy frecuentes. Los partidos se jugaban casi siempre en domingo y comenzamos instalados en un córner. En el descanso, mi padre me destapaba el bocadillo que primorosamente me preparaba mi madre para cada ocasión. Eran tardes de marcador simultáneo Dardo y de inolvidable publicidad emitida por la megafonía. Temporadas después, emigramos tras una portería para acabar, supongo que en función del sustento familiar, incluso en preferente.
En los remotos días de mi infancia, el Real Murcia deambulaba por la Segunda División. Incluso llegué a ver partidos en Tercera. Aquellos jugadores me parecían gigantes, y aún hoy retengo en mi memoria el peculiar sonido de una bota de cuero al golpear un balón sobre la hierba. Eso es algo que todavía me sigue estremeciendo.
Vivimos partidos a pleno sol, bajo la lluvia o con un frío intenso. Por recordar, me acuerdo de una alineación que, como las preposiciones desde la escuela primaria, nunca olvidaré pues siempre la recito de carrerilla: Gómez; Díaz, Rebellón, Totó; Cano, Erviti; Rosado, Pablo, Sergio, Jerónimo y Noverges. No sé exactamente a qué temporada pertenece, pero se me quedó grabada en la memoria, en la que hoy conservo pocas más cosas que eso y si acaso mi número del DNI. Debe ser que con la informatización y las nuevas tecnologías el cerebro se nos vuelve más perezoso.
Años después, el Murcia subiría a Primera para júbilo de cuantos, como mi padre y yo, habíamos hecho aquella travesía del desierto. Fueron los años de los García Soriano, Cristo, Vera Palmes, Abel Pérez… Vinieron el Madrid y el Barça a La Condomina, y con los azulgranas vería debutar a un holandés flaco y larguirucho llamado Johan Cruyff.
Tras muchas vicisitudes, el Murcia ha atravesado nuevos páramos y desiertos en estas últimas décadas. Cierto es que varias veces estuvo a punto de desaparecer, y que incluso fue descendido a los infiernos desde los despachos federativos mientras a otros se les amnistiaba.
Hace unos años ya, alguien lo salvó de la quema pero a un precio elevado. Nadie hace nada por nada, se suele decir en esta tierra. Hubo quien lo utilizó para su provecho, llevando a cabo un ambicioso negocio. Mientras funcionó el invento, aquello echó humo. Más o menos. Pero una vez que el tinglado estuvo resuelto, el club se convirtió en poco menos que un incordio. Quizá por eso el equipo lleve ya bastante tiempo sin encontrar su sitio en el mundo del fútbol y su afición ande desconcertada con una plantilla surtida de manera constante en el mercado de saldos y ofertas.
Hoy en día, el Real Murcia, un club ya centenario, malvive en la liga de plata del balompié hispano. Las alarmas se han encendido y los más veteranos saben que el precipicio está a la vuelta de la esquina. Algunos rezan, un domingo sí y otro también, para que no lo empujen y se estrelle de nuevo otra vez. Aunque, sosteniendo las cuerdas quien las soporta, difícil se nos hace no creer que el costalazo vaya a ser de los de órdago. Y mira que, les juro, me gustaría equivocarme.