Poco después de la caída del Muro de Berlín, Günter Grass comentó que no le hacía ninguna gracia la idea de la reunificación alemana porque donde otros veían dos gemelos separados por la Historia, él veía la semilla del IV Reich. Ya se había encargado de advertirlo en unos cuantos libros, desde El tambor de hojalata hasta Años de perro, donde, entre otras cosas, señaló que el aroma específico del nacionalsocialismo era un tufo muy peculiar a salchichas baratas, chucrut y cerveza caliente, la fritanga y el bullicio de esas cervecerías de Munich donde se juntaban de parranda los banqueros, los comerciantes antisemitas y los cachorros pardos de las SA.
El IV Reich no se parece al III Reich en nada, salvo en el Reich, esa obsesión imperial por dominar Europa instalada en los genes germánicos desde los tiempos de Federico el Grande. Merkel y Hitler tampoco se parecen en nada, salvo quizá en su apabullante éxito en las urnas y en el bigote, algo más pronunciado en el caso de la cancilleresa. Hitler era un pintor fracasado que intentó triunfar en la bohemia pero el único impulso artístico imaginable en la señora Merkel es el de valkyria cabreada llevando a hombros a los héroes muertos. En lugar de humanizarse como su colega Bruhnilde (a quien Wotan castigó por desobediente encerrándola en un círculo de fuego mágico hasta que conociera el amor), Merkel atentó contra su mentor político Helmut Kohl para hacerse con el control del Valhalla.
Desde entonces, lleva las riendas del continente a las órdenes del Bundesbank al estilo de un ama de casa ahorrativa y feroz, con una economía de monedero y una política de mesa camilla. Para ella Europa es una comunidad de vecinos donde los países mediterráneos, ese hatajo de vagos, ocupan el sótano, descuidando el jardín y chismorreando como porteras, mientras que los ricos burgueses e industriales del norte disfrutan de las vistas en el ático. Merkel no contempla el genocidio, pero no tanto porque esté feo sino ante todo porque no resulta práctico. El Holocausto no salió precisamente barato y exterminar a seis millones de personas es, aparte de un crimen, un disparate y un derroche. Para qué matar a las razas inferiores si se puede reinstaurar la esclavitud gratis.
Como Margaret Thatcher, como Indira Gandhi, como Golda Meir, Angela Merkel es la constatación de que las mujeres no sólo pueden igualar a los hombres en cualquier terreno, sino superarlos ampliamente en astucia y mala leche a poco que se lo propongan. Al lado de su ahijada Merkel, que le dio el descabello en una página del Frankfurter Allgemeine Zeitung, Helmut Kohl resulta un alfeñique, un blandengue, un mierdecilla, sí, también en términos políticos. Nos esperan cuatro años más de disciplina estricta, reglazos en las palmas de las manos, hacer los deberes con el culo caliente y a la cama sin postre.
Fuente: Punto de Fusión. Blog de David Torres. C. Marco