Revista Cultura y Ocio

El jardín de los cerezos

Publicado el 01 septiembre 2016 por Rubencastillo
El jardín de los cerezos
Para un espectador que observe la acción de esta obra desde una posición externa, la actitud de la señora Liubov Andréievna Ranévskaya resulta de lo más incomprensible y de lo más enervante. Tras permanecer durante varios años en el extranjero (en París), vuelve a la propiedad familiar y recibe, como una bofetada, la noticia de que las ingentes deudas acumuladas obligarán a vender el huerto de los guindos para satisfacer a los acreedores. El golpe, desde luego, es terrible. Pero Liubov Andréievna Ranévskaya no reacciona frente a él. Más bien, se acomoda en un esnobismo lánguido, preocupándose más de las formas que del fondo, y va dejando que los días transcurran. Carece de espíritu práctico, de decisiones, de vigor, de respuesta. Sabe que las jornadas se van consumiendo y que el desastre está cada vez más cercano, pero no mueve un dedo para articular una solución. El comerciante Ermolái Alexéievich Lopajin, queriendo servirle de ayuda, le aconseja que venda el terreno, para que pueda ser parcelado y servir para la construcción de dachas. Esa inyección económica será suficiente para resolver el conflicto. Pero la dama no acepta tomar esa decisión: por un lado, esa venta supondría la desintegración del patrimonio familiar; y, por el otro, la alejaría de un terreno que se encuentra adherido a su corazón, porque en él su hijo pequeño murió ahogado… Durante días, la inacción se convierte en la única postura visible de los antiguos señores y, cuando finalmente se produce la subasta pública de la propiedad, ésta es adquirida por Lopajin. Su familia fue en el pasado sierva, pero él ha conseguido convertirse gracias a su esfuerzo y su talento en un rico comerciante. El antiguo servidor es el nuevo propietario. Y los altivos señores de antaño tendrán que desalojar la propiedad, cuyos árboles Lopajin piensa talar, sin más contemplaciones, para convertir el huerto en zona urbanizable. Nos encontramos, por tanto, ante una obra con un fuerte componente social y psicológico, donde dos formas de ver la vida se cruzan y cambian de rango: una aristocracia rancia y adinerada, que se refugia en la música, el billar y los bailes para bostezar su ociosidad; y una clase humilde habituada al trabajo, que halla en él el mecanismo para conseguir un estatus más alto. Para los primeros, el huerto de los guindos (o jardín de los cerezos) es un espacio lírico, decadente, hermoso e inútil, por el que pasear a la luz de la luna; para los segundos, constituye un territorio lleno de oportunidades, sobre el que edificar viviendas y en el que construir un futuro más estable y sólido. Antón Chéjov consigue en las páginas de esta comedia triste una de sus piezas dramáticas más notables. En mi opinión, la que más.

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