Revista Cultura y Ocio
Theo Decker se dirige junto a su madre al Museo Metropolitano de Nueva York, allí se pierden ambos por los pasillos, opinando y observando los centenares de cuadros que les rodean, hasta que llegan hasta un cuadro en especial, pero no por su tamaño, sino por aquello que se observa en su superficie, es El jilguero de Carel Fabritius pero cuando su madre se marcha les sorprende una explosión. En mitad de la destrucción Theo recibe de un misterioso visitante un objeto, un anillo y una orden, que se lleve el cuadro y todo se lo entregue a un tal Hobart.
Tras el atentado su vida da un giro, pues no tiene a nadie que le puede ayudar, tras la muerte de su madre se ve inmerso en una búsqueda primero de alguien con el que vivir y soportar el dolor de la perdida, en ese instante decide quedarse con su amigo Andy Barbour, allí junto a su familia pasará una parte de su vida pero el camino es largo. Todo ello será narrado por Theo a sus vientres años entre otras muchas desgracias, todas ellas escritas en una habitación de hotel de Ámsterdam, fumando sin parar y bebiendo tratando de pasar mejor la soledad y el miedo.
Tartt ganó con esta novela el premio Pulitzer de este mismo año, el jurado dijo de ella que era: «la madurez de una novela maravillosamente escrita, con unos personajes exquisitamente perfilados que narra la dolorosa implicación de un chaval con un famoso cuadro que se ha librado de la destrucción. Un libro que estimula la mente y toca el corazón». En la novela se desarrollan varios géneros a lo largo de las más de las mil páginas de las que se compone, en base es una narración que narra el crecimiento de su protagonista, pero también se habla de las drogas y el alcohol, pasando a la historia en algunos puntos para finalizar con el thriller. En su transcurso nos encontramos con profundas reflexiones sobre la muerte de su madre, la crueldad de la vida, la felicidad y el amor. Sus personajes pasan por tres grandes ciudades Nueva York, Las Vegas y Ámsterdam todo ello por El jilguero, el cuadro que marcará la vida de su protagonista durante diez años en los que, además, en cada uno de los lugares encontrará un amigo al que contar el dolor de la pérdida de su madre. Uno de ellos es Boris, un chico que le acompaña y con el que descubrirá las drogas y el alcohol como medio para soportar el duro peso de sus vidas hacia la libertad, el amor y la capacidad de superación en un entorno difícil de llevar para los dos adolescentes.
En definitiva El jilguero es una novela que, de forma básica y estructural, narra el crecimiento de Theo, pero también esconde pequeñas y singulares aventuras e incluso matices de novela policial, todo ello da lugar a una narración completa y sencilla que hacen de ella una novela con forma de los clásicos del XIX, de aquellos grandes tomos en los que se describe a los diferentes estratos de la sociedad, en este caso norteamericana. Además la novela está cargada de detalles e información sobre la restauración, las drogas, las apuestas y por supuesto sobre el mundo del arte y la pintura que aporta veracidad e interés a la narración.
Recomendado para aquellos que les gusten las grandes novelas que combinan géneros literarios, también para aquellos que les gusten las narraciones frescas, originales y escritas con sencillez en los que se muestra la vida tal y como es, de manera realista como se describe en el viaje de Theo y el cuadro. Y por último para aquellos que gusten de las lecturas trepidantes y que dan lugar a una adictiva y compulsiva historia que atrapa de principio a fin.
Extractos:
Pero quién sabe qué se proponía Fabritius. No han quedado suficientes obras para hacer conjeturas siquiera. El pájaro nos mira a nosotros. No ha sido humanizado ni idealizado. Vigilante, resignado. No hay historia ni moraleja. No hay propósito. Solo un abismo por partida doble: entre el pintor y el pájaro cautivo; entre el pájaro que pintó y la experiencia que tenemos de él siglos después. A los estudiosos quizá les interese la pincelada innovadora o el uso de la luz, la influencia histórica y el significado de esa obra única en el arte holandés. Pero a mí no. Como dijo hace muchos años mi madre, a quien le encantaba este cuadro por haberlo visto de niña en un libro de la biblioteca del condado de Comanche, el significado no importa. El significado histórico le quita vida. A través de esas distancias infranqueables entre el pájaro y el pintor, el cuadro y el observador, oigo demasiado bien lo que se me está diciendo, un «psss» desde un callejón, como lo expresó Hobie, a través de cuatrocientos años, y es algo realmente personal y específico. Está allí, en el ambiente teñido de luz, en las pinceladas que él nos permite ver, de cerca, exactamente como son: destellos manuales de pigmento, el mismo paso de las cerdas visible, y, a lo lejos, el milagro, o la broma, como lo llamaba Horst, aunque en realidad es ambas cosas, el proceso de la transustanciación donde la pintura es pintura y al mismo tiempo pluma y hueso. Es el lugar donde la realidad choca con lo ideal, donde una broma se vuelve seria y todo lo serio se convierte en broma. El punto mágico donde cada idea y su contrario son igualmente verdaderos. Y estoy esperando que haya una verdad más grande sobre el sufrimiento allí contenido, o al menos una mayor comprensión por mi parte, aunque he llegado a darme cuenta de que las únicas verdades que cuentan para mí son las que no puedo o no sé comprender. Lo que es misterioso, ambiguo, inexplicable. Lo que no encaja en una historia, lo que no tiene historia. Un destello que se refleja en una cadena que apenas está allí. La luz del sol sobre una pared amarilla. La soledad que aísla a una criatura viva de la otra. El dolor inseparable de la alegría.
Al llegar a Las Vegas, había intentado sentirme mejor imaginándome que mi madre seguía viva y llevaba su vida rutinaria en Nueva York, charlando con los conserjes, pidiendo un café con una magdalena en el bar de la esquina y esperando el tren de la línea seis en el andén, al lado del quiosco. Pero no había funcionado durante mucho tiempo. Ahora, cuando hundía la cara en una almohada desconocida que no olía a ella o a nuestra casa, pensaba en el apartamento de los Barbour en Park Avenue o en la casa de Hobie en el Village. Lamento que tu padre vendiera las pertenencias de tu madre. Si me lo hubieras dicho podría haber comprado algunas para guardártelas. Cuando estamos tristes —al menos, a mí me pasa—, puede ser un consuelo aferrarnos a objetos que nos resultan familiares, a las cosas que no cambian. Tus descripciones del desierto —ese resplandor infinito y oceánico— son horribles pero al mismo tiempo muy hermosas. Quizá haya algo que decir a favor de la crudeza y el vacío que hay en todo ello. La luz del pasado es diferente de la luz de hoy y sin embargo aquí, en esta casa, me acuerdo continuamente de los viejos tiempos. Pero cuando pienso en ti, es como si te hubieras ido en un barco hacia un resplandor extranjero donde no hay senderos, solo estrellas y cielo. Esta carta había llegado junto con una vieja edición de tapa dura de Tierra de hombres, de Saint-Exupéry, que leí una y otra vez. Guardaba la carta dentro del libro, donde acabó arrugada y sucia de tanto leerla y releerla. Boris era la única persona de Las Vegas a la que le había contado cómo había muerto mi madre; información que, dicho sea en su favor, había escuchado con serenidad; su propia vida había sido tan violenta y errática que no pareció impresionarle demasiado. Había visto grandes explosiones en las minas donde trabajaba su padre, en los alrededores de Batu Hijau y en otros lugares de los que yo nunca había oído hablar, y, sin conocer los detalles, se aventuró a adivinar con bastante exactitud qué clase de explosivos se habían utilizado en el museo. A pesar de lo hablador que era, tenía un lado reservado, y yo estaba seguro de que no se lo contaría a nadie sin necesidad de pedírselo. Quizá porque él mismo no tenía madre y había establecido estrechos vínculos con personas como Bami, el «lugarteniente» de su padre, Evgeni, y Judy, la mujer del dueño del bar de Karmeywallag, no veía nada especial en mi relación con Hobie.
Editorial: Lumen Autor: Donna Tartt
Páginas: 1152
Precio:24,90 euros