Fue Benedicto XVI, el papa que renunció, el que dijo que la Iglesia era una viña devastada por jabalíes. Desde luego, acercarse al Vaticano y contemplar el despliegue de lujo y tesoros que alberga en su interior es constatar que esa idea de Iglesia de los pobres y para los pobres que el marketing del papa actual trata de vender, está muy lejos de hacerse realidad. El Vaticano, a pesar de fomentar la entrada en su territorio de miles de turistas - previo pago, eso sí - sigue siendo un lugar lleno de secretismo, donde muchos delitos graves siguen quedando impunes, en pos de evitar el escándalo, que solo actúa cuando el escándalo (como el de los abusos a menores) desbordan todas las previsiones.
Pues bien, Paolo Sorrentino, director de La gran belleza, ha ideado una serie que nos adentra en las intimidades del pequeño Estado, que a la vez es la sede de la religión que - todavía - cuenta con más millones de adeptos en el mundo. La trama se inicia con la elección de Pío XIII (Jude Law), un papa de solo cuarenta y siete años, que algunas facciones de la Iglesia estiman joven y manipulable. Pronto el nuevo pontífice se revelará al mundo como un dirigente revolucionario, en el peor sentido del término. Además de instaurar un reino de terror y espionaje en el propio Vaticano, enfrentando a sus enemigos entre sí, Pío XIII se encierra tras los muros de la Santa Sede y, en apariencia, renuncia a saber del mundo. Su pretensión es no aparecer nunca en público y su primera aparición en el balcón de San Pedro la realiza en penumbra, con discurso que resulta ser cualquier cosa, menos esperanzador para los creyentes.
Con esta premisa y sus magníficos secundarios, la serie podría haberse convertido en una profunda reflexión acerca de lo que significa ser creyente en nuestros días, pero Sorrentino deja que su protagonista se atrinchere en el Vaticano y deje pasar los días y los meses sin hacer nada, al menos aparentemente. Casi podría decirse, medio en broma, que Pío XIII es el Rajoy de los papas, un hombre que deja madurar los problemas hasta que estos caen de la rama y terminan pudriéndose. Su única pretensión es volver a la doctrina del Concilio de Trento: luchar contra la herejía, contra la homosexualidad, el aborto y cualquier atisbo de apertura eclesial. En una entrevista con el presidente de Italia (una de las mejores escenas de la serie), llega a decirle que su pretensión es volver a obtener los territorios que conformaban antiguamente los Estados Vaticanos. Todo esto puede parecer desmesurado, pero el joven papa se va revelando en la serie como un hombre tan paciente como inteligente, lo cual lo hace muy peligroso.
Aparte de todas las intrigas palaciegas, mejor o peor resueltas a lo largo de los capítulos, lo que verdaderamente interesa a Sorrentino es su visión estética del mundo de la Iglesia. Y en este campo, el director de La juventud resulta un artista insuperable. Jamás cineasta alguno ha retratado al Vaticano con tanto acierto, con la visión artística que requiere uno de los lugares más hermosos del planeta. Y no solo la arquitectura, los trajes y las ceremonias que se realizan en su interior son mostrados de manera impresionante, llevando al espectador a escenarios tan emblemáticos como una Capilla Sixtina engalanada para una ocasión solemne. El joven papa es una serie adictiva, quizá más estética que filosófica, pero toda una delicia para los paladares más refinados.