El premio Príncipe de Asturias de las Artes ha llenado los medios de comunicación de semblanzas sobre Woody Allen sin que se haga hincapié en lo que da carácter a su obra: que es judío.
Que sea neoyorquino es accesorio, porque sería igual viviendo en Chicago: él forma parte de esa élite de artistas, literatos, científicos, maestros y humanistas que iluminan el planeta allí donde los dejan.
Perseguidos durante dos mil años, su mejor tabla de salvación mental es siempre el humor: reírse de sí mismos y de todo lo que les rodea, incluida su familia.
En los EE.UU. del siglo XX pudieron, por fin, protagonizar sus divertidas locuras, liberar su portentosa imaginación, fruto de tantas vidas, muertes, huidas y esperanzas.
Y así, y por nombrar solo a unas cuantas de estas fábricas de humor, véanse estos nombres: Abbott (de Abott & Costello), los hermanos Marx, Jack Benny, Milton Berle, Jerry Lewis, Eddie Cantor, Sid Caesar, Fanny Brice, Danny Kaye, Mel Brooks, Carl Reiner, Larry David, Jackie Mason, Roseanne, el gran Jerry Seinfeld y su guionista Larry David; hay hasta 167 números uno así.
Todos los comediantes judíos comienzan su carrera haciendo chistes sobre su propia madre, esa llorona, adorable, tierna, dominante y manipuladora madre judía.
Que no es única: muchas de nuestras madres son así, y nadie las retrata mejor que el comediante Woody Allen, con el que nos identificamos tanto que llegamos a pensar que, seguramente, nosotros también somos judíos.
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