Yo tenía un juego muy bueno. Muy bueno para la sociedad, no para mí. Me pagan por jugar y me pagaban bien. Bien para mí pero no para la sociedad. Usaba corbata y camisa. Tenía cinco camisas. Tres blancas y dos celestes. Usaba una camisa por día alternando los colores; un día una blanca, un día una celeste. Tenía dos pantalones de vestir y dos corbatas y combinaba los pantalones con las corbatas y las camisas. Era todo un desafío nuevo para mi. A este juego me habían invitado y yo acepté de buena gana. Sin protestar ni nada. Acepté sus reglas. Su modo de jugar. Era bueno en el juego pero no me divertía. Hacía muchos amigos mientras jugada pero no me divertía. No me divertía con el juego, con mis amigos si que me divertía, pero jugando a otra cosa.
Iban pasando los días y yo seguía jugando con mis camisas y mis corbatas y mis pantalones de vestir. Llegó un punto que no quise jugar más. No sé si fue que me aburrí del todo o no me empezaron a gustar las reglas o me creí rebelde. Pero no quería jugar más a ese juego. No tenía intenciones de seguir gastando mi vida en jugar a ese juego. Quería conocer otros juegos. Otras reglas. Otras formas de jugar. Otros tipos. Otras cartas. Otras ropas.
Un día nos juntaron a todos los que estábamos participando en ese juego en una habitación (ellos la llamaban " oficina de reunión ") y nos dijeron que no estábamos poniendo suficiente esfuerzos en jugar. Que si no queríamos jugar más a este juego, ya sabíamos que teníamos que hacer. Casi todos mis compañeros se enojaron por esas palabras. Yo no. Y un par de amigos tampoco. Para mí fue el comienzo de la diversión. Me estaban dando una posibilidad. Me decían que sí me estaba aburriendo de jugar podía abandonar el juego. Me deban una chance. Una opción nueva. Yo no tenía otro juego aparte de ese y tuve miedo de no encontrar otro. Así que me quedé jugando un rato más. Pero no aguanté mucho tiempo y decidí renunciar.
- ¡Estas loco! -me decía la sociedad- ¿Cómo vas a dejar semejante juego?
Yo no entendía lo que me querían decir. Les quise gritar en sus caras que era una juego aburrido. Que aparentaba más de lo que era. Pero callé. Me fui del gran juego en silencio y con orgullo. Me sentí aliviado. Feliz. En paz conmigo mismo por la decisión que había tomado.
Desde el día que renuncié a ese juego me prometí que si en un futuro me encontraba jugando otro juego aburrido, no dudaría un instante y cambiaría de juego. De reglas. De países.
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