Revista Cine
En el cine sobre el beisbol lo mismo se han contado las biografías de sus santos (El Orgullo de los Yanquis/Wood/1942) que de sus demonios (Cobb/Shelton/1994), se ha mostrado su lado oscuro (Ocho Fuera de Línea/Sayles/1988) y su lado mítico (El Campo de los Sueños/Robinson/1989), se ha hecho la crónica de los que sobreviven en el limbo de las ligas menores (La Bella y el Campeón/Shelton/1988) y de los que llegan a las Grandes Ligas a cumplir un destino (El Mejor/Levinson/1984). A esta lista le faltaba algo como El Juego de la Fortuna (Moneyball, EU, 2011), otra película sobre beisbol, sí, pero no sobre lo que pasa en el terreno de juego, sino lejos de él, en las oficinas donde se cortan millones de dólares de presupuesto de una temporada a otra, en las juntas en las que un grupo de viejos peloteros retirados se erigen en pomposos oráculos, en las llamadas telefónicas a través de las cuales deciden que un tipo cambia de ciudad –¡y de vida!- de un día para el otro. El Juego de la Fortuna trata, pues, de las tripas del juego americano por excelencia. Trata de cómo ganar ese endiablado jueguito en el cual el mejor bateador de todos los tiempos (Ty Cobb) no conectó de hit en 6 de cada 10 ocasiones oficiales en las que se paró frente a un pitcher. Basado en el espléndido libro beisbolero “Moneyball: The Art of Winning an Unfair Game” (2003), el argumento de Stan Chervin (y guión de los oscareados Steven Zaillian y Aaaron Sorkin) nos ubica en la temporada 2002 de Grandes Ligas, en la oficia del Gerente General de los Atléticos de Oakland Billy Beane (Brad Pitt), quien sufre el desmantelamiento de su equipo ganador (sus estrellas Jason Giambi, Johnny Damon y Jason Isringhausen se fueron con los Yanquis, Medias Rojas y Cardenales, respectivamente), por lo que tiene que tomar una decisión radical que, hasta cierto punto, cambiaría la manera de ver el beisbol y de juzgar a los peloteros. El desafío que plantearía Beane, ayudado por el joven economista de Yale especialista en estadísticas Pete Brand (Jonah Hill, interpretando una versión modificada del verdadero Paul DePodesta), estaría basado en una serie de libros escritos por el excéntrico creador de la “Sabermétrica”, Bill James, una disciplina beisbolera/estadística que, a través de la medición matemática/numérica de cada jugador y de cada equipo, asegura objetivamente qué tan valioso es un individuo –o un equipo completo- para lo que es más importante en el beisbol y en cualquier deporte: ganar juegos. Dicho así, el tema puede resultar aburridísimo para cualquiera que no guste del Rey de los Deportes: ¿una película sobre números, nombres y estadísticas? Sí y no: es decir, sí, es cierto, hay números, nombres, estadísticas, pero el centro de la trama no está ahí. Está en el desafío a todas las reglas del sentido común que plantea Beane –y de qué manera enfrenta al establishment: ya veo esta cinta como caballito de batalla para clases de negocios y liderazgo- y en el drama personal/existencial del propio Beane, a quien unos buscadores lo convencieron, cuando joven, de que se convertiría en un superestrella –incluso por encima de un novato negro llamado Darryl Strawberry-, por lo que renunció a una beca de Standford para jugar profesionalmente con los Mets de Nueva York. ¿Resultado?: Beane, con gran cuerpo, gran cara, grandes dotes y las míticas “cinco herramientas” del gran pelotero –rapidez, buen fildeo, buen brazo, bateo de poder y bateo para porcentaje- resultó ser un beisbolista mediocre. Beane fracasó y ese lastre lo ha arrastrado desde entonces. Y si esos “buscadores” se equivocaron con él, ¿por qué tendrían que tener razón con los demás peloteros? Miller logra dramatizar esta idea gracias a los ágiles diálogos de Zaillian y Sorkin y a la notable interpretación de Pitt, quien encarna a un tipo agresivo y seguro de sí mismo que, sin embargo, es tan frágil que no puede soportar la idea de la derrota. Lo que pasa es que en el beisbol uno tiene que acostumbrarse a ella. Hay que aprender a perder para luego poder ganar. En el beisbol y en la vida.