Revista Opinión

El juego debe terminar

Publicado el 05 junio 2014 por Carlos López Díaz @Carlodi67
Hay muchas razones para rechazar la ruptura de España que propugnan los nacionalistas catalanes. Pero sólo una es definitiva e incontestable para mí. No quiero que Cataluña se separe del resto de España porque me siento español y amo a España como a algo mío.
Sin Cataluña, España se vería gravemente menguada. Perdería siete millones de habitantes, perdería una parte considerable de su territorio, de sus costas, de su río más largo. Perdería Barcelona, perdería la Sagrada Familia, perdería Montserrat, perdería industria, comercio y turismo, perdería peso internacional y prestigio. Y perdería una parte considerable de las posibilidades inmensas que atesora, aunque una década de gobiernos mediocres las estén desaprovechando miserablemente. Pero diez años no son nada en una nación con tantos siglos de historia.
A cambio, Cataluña no ganaría absolutamente nada. La Costa Brava seguiría estando en su sitio, el Ebro también, Barcelona seguiría siendo Barcelona, el Producto Interior Bruto catalán seguiría siendo (en el escenario más optimista) el mismo, y probablemente la población soportaría impuestos parecidos a los actuales, si no más altos. Sólo ganarían los gobernantes catalanes: en poder, en impunidad y en arrogancia, si cabe.
En realidad, los catalanes no sólo no obtendríamos ningún beneficio, sino que también perderíamos. Y no me refiero a la caída del PIB o a la salida de la Unión Europea, sino a cosas a la larga mucho más importantes y más difícilmente reversibles. Los catalanes perderíamos nuestra capital, Madrid; perderíamos el Museo del Prado, El Escorial, la Catedral de Burgos, la Alhambra, Santiago de Compostela, el casco antiguo de Cáceres y todo ese patrimonio del que cualquier español, sea del norte o del sur, del interior o del litoral, se puede sentir legítimamente orgulloso, a diferencia de un turista extranjero.
Se puede tratar de negar o desdramatizar esta pérdida aludiendo a la condición de los catalanes de ciudadanos europeos, o incluso de ciudadanos del mundo. Pero entonces ¿por qué esa obsesión por la separación? Si consideran que es tan poco importante ser español, francés o alemán, ¿por qué empeñarse en ser sólo catalanes, que sería todavía más irrelevante?
Se ha hablado mucho de las consecuencias económicas de la secesión, de que Cataluña quedaría fuera de la Unión Europea, de que sufriría una contracción catastrófica del PIB, de que no podría pagar las pensiones. Todo esto sin duda es cierto, pero a los nacionalistas, incluso aunque en su fuero interno lo admitan, no les disuade de sus intenciones, porque están acostumbrados a pensar a largo plazo. Llevan treinta años esperando este momento, y no les importará esperar otros tantos a que Cataluña supere el trauma económico de la independencia; que por lo demás, muchos de ellos esperan no sufrir en sus carnes, por su cercanía al poder.
A los nacionalistas de verdad no los vamos a convencer. Su mezquino odio a España, su falta absoluta de grandeza, su cerril provincianismo les impiden identificarse con aquella. Pero la mayoría de los catalanes no son realmente nacionalistas, es decir, pueden despertar del sueño independentista a poco que recuerden que España es también algo suyo, y se den cuenta de que unos irresponsables tratan de devaluar, de infligir un serio daño al patrimonio común.
Se ha dejado a los separatistas que vayan demasiado lejos. Desde el momento que se puso fecha a un referéndum ilegal de autodeterminación, e incluso se conocen planes para la declaración unilateral de independencia, la autonomía debería haber sido suspendida, y los miembros del gobierno de la Generalitat, acusados de sedición y procesados. El separatismo se puede defender en democracia, pero no se puede tolerar que se conspire para imponerlo por medios inconstitucionales. Que traten de convencer democráticamente (ellos que tanto hablan de democracia y del derecho a decidir) a una mayoría de los españoles, desde Asturias hasta Cádiz, para que apoyen una reforma constitucional que permita la secesión de una comunidad autónoma: este es el único método legítimo, y por supuesto irrealizable, porque jamás habrá una mayoría de españoles que apruebe la desmembración de su patria.
La pasividad del Gobierno de la Nación frente a la Generalitat merece los calificativos más severos. Pero todavía se está a tiempo de actuar con contundencia. No hace falta esperar una nueva provocación de los secesionistas. La coronación de Felipe VI supone un refuerzo de la jefatura del Estado, y un punto de inflexión tras el cual el gobierno debería tomar las medidas necesarias, con el fin de terminar con el peligroso juego iniciado por una cuadrilla de políticos irresponsables. Los separatistas deben saber que España es algo demasiado importante para jugar con ella, y que quienes la amamos estamos definitivamente hartos de ellos.

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