Josep Maria Flotats es un director que siempre garantiza, al menos, pulcritud, rigor y exquisitez en sus montajes. No es poca cosa, en tiempos en que uno de los lemas de la sociedad, del que también participa el teatro, es el qué más da. A veces es la falta de medios, sí, pero mucho más a menudo es conformismo, desidia o falta de trabajo. Para el montaje de «El juego del amor y del azar», que presenta actualmente el Centro Dramático Nacional en el teatro María Guerrero, después de estrenarse en el Teatre Nacional de Catalunya, Flotats pidió tres meses de ensayos. No solo porque era su vuelta a un teatro del que fue su primer director y del que salió de una manera fea y ruidosa, sino porque para él entendía que para un montaje así precisaba de ese tiempo.
«El juego del amor y del azar» es una obra de Pierre de Marivaux, uno de los ilustres autores del teatro francés, pero que aquí en España es prácticamente un desconocido. Escrita en 1730, presenta un enredo amoroso con un juego de engaños e intercambio de personalidades que ha sido frecuente en el teatro y en la ópera. Recuerdo ahora el «Cosí fan tutte», de Mozart (sobre libreto de Lorenzo Da Ponte), y la divertida comedia de Rojas Zorrilla «Donde hay agravios no hay celos», que actualmente presenta la Compañía Nacional de Teatro Clásico en el teatro Pavón.
En la obra de Marivaux, una joven a quien su padre quiere casar decide hacerse pasar por su criada para así poder observar a su prometido; pero éste ha tenido la misma idea, de modo que los dos señores se presentan como criados, y los criados como señores.
Flotats, lo dijo en su presentación, ha querido realizar, casi, un ejercicio de estilo. El texto, esmeradamente traducido por Mauro Armiño, no da en realidad hoy en día para mucho más... Pero posee una arquitectura impecable, y es un instrumento excelente para que el veterano director cumpla su papel de transmisor (también insistió en ello) de unos valores y una manera de entender el teatro que hoy está en desuso. Es, son también sus palabras, un montaje muy clásico. «Hay algo despectivo hoy en día en el uso de este adjetivo -dijo-, pero cuando Rostropovich toca las suites de Bach, ¿no lo hace de manera clásica?»
Y es que no puedo estar más de acuerdo con Flotats en este asepecto. Clásico no quiere decir antiguo ni acartonado, y su montaje de «El juego del amor y del azar» no lo es en absoluto. Es un espectáculo de una sencillez, una limpieza y una luminosidad extraordinarias. Tanto la escenografía de Ezio Frigerio como el vestuario de Franca Squarciapino -los dos son maestros entre maestros- como la iluminación de Albert Faura están dominadas por la delicadeza y la claridad. Y sobre ese lienzo exquisito ha dibujado Flotats con una minuciosa precisión, con detalle puntillista en todos los aspectos de la interpretación, de la palabra y el gesto, y también de la ambientación. Un ejemplo: el uso del tema musical que se va repitiendo a lo largo de la función. Es primero el tarareo de uno de los personajes, y lo va presentando después en un sucesivo crescendo: clave, cuarteto de cuerda, cuarteto con voz, orquesta...
Josep Maria Flotats ha querido contar con un reparto muy joven (solo Álex Casanovas aporta la madurez de la edad), que ayuda a darle frescura al espectáculo. Y todos cumplen a la perfección su cometido, con un trabajo equilibrado en el que la forma de hablar denota la diferencia de clases. Enric Cambray, Rubén de Eguía, Guillem Gefaell, Vicky Luengo, Bernat Quintana y Mar Ulldemolins (además del citado Casanovas), son afinados instrumentos en esta deliciosa función.