Revista Opinión

El Juez

Publicado el 01 agosto 2019 por Carlosgu82

Os traigo el primer relato corto que escribí, allá por el lejano 1997, cuando Internet todavía no era lo que es, cuando todavía era estudiante de ingeniería, y quería sacar todo lo que llevaba dentro. Había escrito antes una novela, y todo el mundo me preguntaba que si tenía algo más corto. Así que creé este tipo de relatos, que cabían en 2 páginas (con letra diminuta, casi parece una receta), y continué escribiendo, por hobby, hasta que me arruiné con las fotocopias para que los que tenía cerca leyeran mis escritos.

Dani se sentía raro. No quería pensar en lo que le había ocurrido, pero las imágenes se escurrían por sí solas al plano consciente de su mente: había estado en la boda de su amigo Jesús y allí había conocido a una chica; bueno, en realidad, ya la conocía de vista, pero aquel domingo estuvo casi todo el tiempo con ella.

Se alegró un montón cuando la vio entrar por la puerta, pero más aún cuando coincidieron en la comida de la celebración. Estuvieron charlando de infinidad de cosas, y cuando llegó el momento de cambiar de escenario, ella, que podía irse con cualquier otro, decidió acompañarlo.

Él se dio cuenta en todo momento de su comportamiento, e incluso estuvo en ocasiones alejado de ella, de manera que no fuese demasiado plasta como para no dejarla que se relacionara con los demás; pero siempre, al cabo de un rato, ella aparecía por su alrededor. Quizás sólo fueran meras casualidades, pero a él le llenaba tanto su presencia que prefería que fuera así.

Llegó el momento que menos deseaba: se terminaba el día. Ahora, los afortunados novios se marcharían a su nido, y tendría lugar la famosa “noche de boda” que desde hace tanto tiempo ha sido, es y será venerada por todos los cristianos unidos en matrimonio. Él se marcharía a casa, y muy probablemente pasaría mucho tiempo en volver a verla.

– Debería hacer algo – se dijo, pero con su carácter tímido, no hizo nada, salvo guardar en su memoria todas las imágenes del día.

Cinco días más tarde, se encontró con Sebastián:

– Oye, te lo pasaste bien en la celebración, ¿verdad?

– ¿Por qué lo dices?

– No sé: te vi radiante. Se notaba que estabas a gusto.

“¿Por qué no se estaría calladito?” Había evitado pensar en lo ocurrido aquel día, porque sabía que tarde o temprano llegaría a la conclusión que quizás pudiera haber habido más que una simple compañía. Sabía que si pensaba en ella se podría volver loco; pero su amigo se encargó de ahorrarle algo de trabajo. No sólo le había parecido a él, sino que hubo otros ojos que los observaron y fueron precisamente los que le ayudaron a quemarse por dentro.

Dos horas más tarde de aquella conversación, sentía el abrasador horno del corazón palpitándole fuertemente. No quería caer en la tentación, pero se encontraba tan feliz con ella que necesitaba volver a verla. Había salido, unos meses antes, de un intento de relación imposible, y era la primera mujer en mucho tiempo que había dado signos de “correspondencia”. Debía intentarlo.

Se movió por medio de todos los contactos que tenía, para intentar localizarla y quedar con ella, aunque sólo fuera para verla.

No podía olvidarla. Por mucho que intentó concentrarse en otras tareas, le fue imposible. Su rostro, tan peculiar, con una apariencia tan suave, con esos ojos tan castaños como su propio cabello, le transfería una cierta cualidad: parecía que fueran ambarinos, pero no estaba del todo seguro. Quizás fuera parte del juego de luces que iluminaban la estancia, aunque cuando el sol los iluminó, le parecieron verdes. Llegó a la conclusión que no se había fijado bien, porque había momentos que parecían de un color y en otros, del opuesto en el círculo cromático.

Lo que sí observó muy bien fueron sus manos, su piel, morena por el sol que había tomado, y la forma de sus cabellos al caer sobre sus hombros, en delicados y sensuales bucles que le erizaban todos los vellos de su cuerpo al pensar en ella. Su suave y musical tono de voz, tan alegre y distendido, le hicieron olvidarse pronto de lo amargante que había sido su vida meses atrás, cuando por otra mujer se sintió atraído y no le dejó acercarse.

Siempre había tenido problemas con las relaciones femeninas, quizás porque a base de palos había comenzado a perder la esperanza de poder encontrar a alguien a la que le cayera simpático.

Llegó, por fin, a encontrar a la persona idónea. Una amiga de ella, podría hacerla estar en el momento y lugar adecuados: cuando saliera del trabajo, en vez de llevarla a su casa en coche, argumentaría que iría a comer a casa de una prima suya, que por motivos de salud había que visitarla. Era la excusa perfecta: se desplazaría caminando hacia su casa, sola y sin nadie que pudiera frustrar sus planes. Sólo serían unos diez o doce minutos, pero era más de lo que él podría conseguir. Debería simular que se la encontraba y la acompañaría a casa.

Estuvo ensayando tres días, frente al espejo, y cuando creyó que estaba listo, llegó a la conclusión que era mejor improvisar. Sería más espontáneo y sincero.

Debido a la lejanía de su hogar, estuvo pensando cuál sería el mejor medio de locomoción. Al final, pensó que usaría su vieja Puch, un ciclomotor ya entrado en años, pero que consumía poco y apenas tenía problemas mecánicos, salvo los propios del mantenimiento. Como no iba a ir cargado con el casco protector, lo dejaría en casa. Además, se parecería a la “Hormiga Atómica”, y tampoco correría tanto como para que le hiciera falta.

Por el camino, fue pensando en ella. Se había aprendido algo de poesía, por si tenía la oportunidad de poder recitarle esas estrofas, aunque fuera un poco cursi. Por eso quizás no se dio cuenta de lo que ocurría hasta que fue demasiado tarde.

Había arena en el asfalto. Tomó la curva demasiado inclinado y, cuando se encontró al camión que circulaba en sentido contrario, frenó y le derrapó la rueda delantera. Si hubiera sido la trasera, podría haber controlado, pero al ser la directriz, se iría al suelo.

Un sólo pensamiento circuló a la velocidad de la luz entre sus neuronas. Un nombre, una entidad, Alguien que significaba mucho para él:

– ¡Dios! -, exclamó.

Pero Él no estaba allí para evitar la desgracia.

Sintió el golpe del faro de la Puch contra el parachoques del camión, y una milésima de segundo más tarde, su mejilla izquierda golpeó el escudo del Pegaso. Todavía consciente, escuchó el aplastamiento del ciclomotor bajo las ruedas del enorme vehículo, que comenzaba a derrapar, desviándose de su trayectoria y dirigiéndose hacia la verja de una casa cercana.

¿A qué velocidad iría? No pudo llegar a formular la respuesta, porque sintió un golpe muy fuerte. Elevó sus ojos en un movimiento reflejo, pero no hubo respuesta: su cuerpo ya no le respondía. No había nada que mover, ni siquiera su corazón, y cayó en un extraño sopor.

Le parecía un sueño. Estaba paseando por las calles de su barriada, mirando a cada persona. De pronto, recordó lo mucho que quería a sus padres: hacía mucho tiempo que no los abrazaba y les comunicaba que les estaba muy agradecido por el cariño recibido. Lo mismo, hacia sus dos hermanas, con las que muchas veces se había peleado, pero en el fondo eran parte integrante de ese pequeño corazón que creía que apenas era capaz de dar amor.

Y sus amigos, los que lo habían soportado en su época de desgracias, los que lo animaron cuando lo vieron triste y deprimido, que fueron los mismos con los que se divirtió tanto: los consideraba como los hermanos que nunca tuvo. Nunca les había dicho lo que sentía por ellos, y le hubiera gustado hacerlo.

Se dio cuenta que no era un sueño, porque jamás soñaba con personas conocidas. Recordó el accidente, y sintió una punzada, en el lugar donde creía que se encontraría su corazón. Miró hacia allí, pero encontró su cuerpo completamente distinto: no era como lo recordaba, sino que cada célula de materia se había convertido en una forma energética, de una pálida luz azul.

– Oh, Dios mío.

Cuando creía que por fin había encontrado a alguien con quien poner en orden sus emociones, sus sentimientos, cometió la estupidez de no ser previsor. El casco le habría salvado la vida, sin duda alguna, porque su cuerpo no lo atropelló el camión. Lo que lo mató fue el golpe en la cabeza, al caer a la acera y golpear el cráneo con ella. Sería uno de tantos jóvenes más que forman parte de las estadísticas oscuras de Tráfico.

Se sintió el ser más desgraciado del Universo. Ya no volvería a verla, a sentirla; no estaría allí para poder decirle cuánto la quería. No podría darle lo que llevaba en su interior, esos años de experiencia y saber acumulado en las cosas que siempre quiso hacer “cuando saliera con una chica”; no podría hablarle del sentimiento de amor que había surgido en él con el paso de los días, tras la búsqueda del momento para pedirle que si le apetecía quedar para charlar un rato. Deseaba conocerla mejor y, especialmente, sentir que podía dedicarse plenamente a alguien, sin temor a que lo clasificasen como un sentimental. Ahora, nada de eso tendría. Había sido un estúpido.

Sumergido en sus propios pensamientos, no se dio cuenta de la presencia de otro ser, más luminoso, a su alrededor. Sólo cuando se dirigió a él, con una voz que le llenó todo su ser, salió de sus meditaciones.

– Daniel.

No supo qué decir. Se encontraba pasmado, pero no asustado. Tenía la sensación de conocer al que le hablaba, y la reacción que le provocaba era como cuando sentía el fuego tan intenso que le impulsaba a defender los ideales cristianos que en más de una ocasión estuvieron a punto de intentar convencerle de su inutilidad.

– Yo soy tu Juez. Es el momento del Juicio.

No le dio tiempo a replicar. Se sintió explorado, hasta la última célula de su existencia: todos sus recuerdos fueron examinados, uno por uno; todas sus experiencias, sus emociones, sus actos, fueron de “dominio público”. Nada quedó sin ser descubierto. Revivió las circunstancias de todas las acciones que hizo en vida, las reacciones de dolor que sufrieron los que por su causa fueron lastimados, los momentos de felicidad que hubo, hasta llegar al instante que se adelantó a su propio destino.

El Juez contemplaba toda su vida, pero Daniel se quedó con la única parte que le hacía sentir mejor, aunque con el conocimiento que jamás podría sentirse correspondido. Sintió su corazón encogerse, y derramar lágrimas. Nadie le había dicho que no se pudiera llorar, y así lo hizo.

Su pálida luz se fue apagando. Ya sólo era una tenue oscuridad perdida en la inmensidad del resplandor del Juez. No había sido nadie en vida, y ahora, tras su muerte, tampoco era nada. Oyó como el Juez lo llamaba, y alzó los ojos.

– Daniel, ven conmigo. Tienes un lugar reservado para ti en mis dominios.

Pero él, lejos de sentirse afortunado, le respondió:

– Señor. No sé si eres quien creo, pero tú has contemplado mi vida y conoces todo sobre mí. Sabes que he buscado realizarme como persona, y no he podido llevar a cabo mi tarea. Cuando creí que podría hacerlo, me he visto llamado a tu presencia. Me gustaría poder volver y terminar lo que no he podido finalizar.

El Juez lo contempló con un rostro de ternura, de orgullo y de infinita sabiduría. Sabía que la semilla que fue plantada en él, había dado su fruto. Ya no sería un alma descarriada, sino que tenía el valor suficiente como para enfrentarse a lo que hiciera falta. Sonreía para sí, porque a base de sufrimientos le habían demostrado que la templanza dirigía sus acciones.

Daniel sintió en su boca un sabor amargo y desagradable. Luego un mareo cuando intentó abrir los ojos y pronunciar algo, pero unas cálidas manos le acariciaron la cabeza, sintiendo la calidez y el cariño del otro cuerpo.

– Dani, ¿estás bien?

Abrió los ojos y miró a su alrededor. Se encontraba en una habitación con muebles de madera, rodeado de peluches y de un enorme póster de una moto de competición. En ese póster, una firma conocida: Sebastián.

– ¿Qué…?-, comenzó a decir, deteniéndose en el rostro de la mujer que lo estaba acariciando. La miró y sintió una oleada de recuerdos: la había conocido con doce años menos, pero ahora seguía siendo tan hermosa como antes. Incluso, el paso de los años le había dado una belleza cautivadora. Miró su cuerpo, y vio que era muy joven.

Irene, con la cálida voz que le caracterizaba, le explicó a su hijo con pleno detalle qué le había ocurrido. Él comenzó a sentirse desgraciado, porque no esperaba un desenlace tan fatal: si era su hijo, entonces se habría casado con otro hombre, y eso significaría que no sabía qué pintaba en este lugar.

Sólo unos años más tarde, cuando ella le habló sobre lo que le ocurrió a sus verdaderos padres, comenzó a comprender. No era su madre, sino su tía; sus padres murieron teniendo él pocos días, y ella se hizo cargo de él como la única familiar más cercana; en un principio, por tradición, el primer hijo varón de la familia de su cuñado se debía llamar Heliodoro, pero ella, “se equivocó” en el Bautizo y lo llamó Daniel, en recuerdo de un chico que conoció y del que se sintió atraída, hasta el punto que cuando falleció, algo de su ser se marchó con él. Incluso, a medida que él iba creciendo, creía encontrarle parecido.

Su segunda existencia estuvo marcada por el amor que le dedicó en exclusividad a ella, y cuando ésta se marchó en busca del Juez, él abandonó este mundo.

No hizo falta una segunda cita: pasó al lugar que le correspondía, y desde allí, gestionó y armó “la de Dios” para conseguir que ella pudiera venir con él.

Desde entonces, a veces ocurre que bajan a la “tierra de los sufrimientos”, a dar ejemplo de cómo una pareja de ancianos es capaz de sentir todavía el amor que, de jóvenes, tanto nos atrae físicamente unos a otros, pero que con el paso del tiempo “dicen” que se “aman de otra manera”.

 
(R) 1997 Alejandro Cortés López.


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