Parece que uno no puede decir una sola palabra sobre el proceso judicial contra el juez Elpidio Silva, sin dar antes los obligados gritos de rigor: “yo critico el proceso, sí, pero menudo pájaro es Elpidio, un payaso, un egocéntrico delirante, una estrella de tertulias televisivas, un ambicioso que se ha montado un partido a su medida para ir a las elecciones…” Sin añadir todo eso, y algún chiste de propina, no parece posible criticar la doble velocidad de la Justicia con Blesa y con Silva.
Pues perdonen, pero yo no lo voy a hacer. Por varios motivos. Porque no toca, porque lo importante ahora no es si Silva es o no un payaso. Y porque, aunque fuese cierto todo lo anterior, Silva no sería el único payaso de este circo, ni su ego es el más desarrollado en comparación con otros, ni es el único que saca petróleo de cada minuto televisivo; y sus ambiciones políticas no son ni más ni menos legítimas que las de otros que también buscan protagonismo recurriendo a todo tipo de tretas.
Pero además porque, si de justicia e impunidad hablamos, a mí me da igual que se trate de un pobre payaso o un brillante pensador, un santo o un canalla, bondadoso o maquiavélico.
Todos nos hemos echado unas risas viendo el juicio estos días, vale. Pero eso no puede distraernos de lo fundamental: que Elpidio Silva está en el banquillo, y lo han sentado dos de los mayores granujas de nuestra historia reciente: Miguel Blesa y ¡Gerardo Díaz Ferrán!, que pretenden su muerte judicial y civil de por vida, además de una indemnización abultada.
El juez puede ser excéntrico, sí. Pero lo realmente excéntrico es ese momento en que Miguel Blesa, el hombre que estafó a cientos de miles de ahorradores, y puso la primera piedra de esa ruina galáctica que se llama Bankia, se sienta como testigo y dice que el juez dañó su prestigio (y de paso la buena imagen de Díaz Ferrán), mientras varios estafados por sus preferentes son expulsados de la sala y amenazados de multa. Pocas imágenes resumen tan bien el estado de nuestra justicia, ese paraíso de la impunidad que acaba de describir el Fiscal General del Estado con palabras durísimas.
A mí me importa poco si el juez Silva grita, gesticula, le busca las vueltas a las leyes o despide a su abogado para ganar tiempo. Está en su derecho, está defendiéndose, y cuando uno está en el banquillo puede intentarlo todo, incluso mentir. En todo caso, su estrategia de defensa me parece hasta cándida comparada con la forma en que los prestigiosos abogados de los grandes corruptos retuercen procesos judiciales para apartar jueces, dilatar instrucciones o lograr nulidades.
Ya sé, la ley es la ley, y si el juez hizo una instrucción llena de irregularidades como señalan algunos, debe someterse a la justicia. Pero el proceso contra Silva tiene demasiadas zonas de sombra, toda la pinta de una persecución para apartar cuanto antes a un juez que se metió donde otros pasaban de largo. Para excentricidad grande, que en un caso como este intervenga una juez que fue concejal del PP y tuvo cargo en Bankia. Si yo estuviera en el pellejo de Silva, y sintiera que van a por mí sin respetar las reglas de juego más elementales (como bien explica aquí Gonzalo Boye), por supuesto gritaría en la sala, me declararía indefenso, y hasta me quemaría a lo bonzo en medio de la sala.
Insisto: me da igual si es o no un payaso, eso no es lo importante en este momento, no nos distraigamos. Para lo que está en juego, el juez payaso lo estaría siendo a la manera de aquellos bufones que, al no ser tomados en serio, eran los más libres del reino, los únicos capaces de hacer visible la desnudez del emperador.
Si Elpidio Silva con su lengua fácil es un payaso, es un payaso inofensivo. A mí los que me dan miedo son todos esos otros jueces y fiscales tan formales, tan serios, tan correctos, tan de media voz, que con su formalidad mantienen intacto e impune un sistema que cada día apesta más.
Revista Opinión
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