Alrededor de 1471 un rico comerciante de la ciudad de Brujas, Angelo di Jacobo Tani, encargó al pintor flamenco Hans Memling un óleo muy particular, nada más y nada menos que la representación del apocalipsis, del juicio final del que hablaban los evangelios. Tan piadosa petición no estaba exenta de ciertas malas intenciones, pues sirvió no sólo como una muestra artística, sino además como vehículo de venganza y favores del peculiar comerciante. Esta singular obra pertenece al gótico flamenco, una corriente artística surgida de forma paralela al Renacimiento italiano, que utiliza la pintura al óleo como una forma vanguardista de expresión.
En la parte superior domina la escena Cristo, sentado sobre un arco iris y cuyos pies reposan sobre una dorada bola del mundo, símbolo inequívoco de su poder celestial sobre lo terrenal. Es, no obstante, curioso que se nos muestre el arco iris en una obra que representa cierto caos, el fin del mundo como un acto de redención y culpa, cuando simbolizó en el Antiguo Testamento la promesa de Dios, tras el Diluvio universal, de que no volvería a destruir la Tierra. Cristo aparece adornado con un ramo de lirios que simboliza la misericordia y la espada en llamas de la justicia implacable, un difícil equilibrio para un momento crucial. Alrededor podemos ver a los doce apóstoles, la Virgen María y Juan el Bautista. Para dar fe de que se trata del auténtico Mesías, unos ángeles portan toda una suerte de objetos ligados a la pasión y crucifixión, la cruz, la corona de espinas, la columna donde fue azotado, incluso el martillo y los clavos.
Mas abajo podemos contemplar al arcángel san Miguel en su labor de pesar las almas de los resucitados de sus tumbas y discernir quien va al paraíso y quien al infierno. El personaje de la izquierda ha sido declarado puro y accederá a una vida inmortal plena, mientas el de la derecha maldice su suerte al haber sido condenado a las llamas del averno. Y aquí es donde encontramos las intenciones del mecenas que encargó el cuadro, Jacobo Tani, pues ese hombre declarado culpable, y que se lamenta de su destino, tiene la apariencia y rostro de Tomasso Portinari, su enemigo más directo que le disputaba el puesto de director del Banco Medici en la ciudad de Brujas. De la misma manera podemos ver que, algunos de los que son conducidos al cielo, tienen el rostro de los amigos del comerciante. La figura central se utiliza como eje que divide el paisaje. El de la izquierda se nos presenta dominado por tonos verdes que representan la vida, mientras su opuesto se nos ofrece baldío y estéril. Como podemos observar sin demasiado dificultad, las figuras religiosas son de mayor tamaño que los mortales que son juzgados, circunstancia capital para diferenciar lo divino de lo mundano. Hay que realizar un inciso sobre la labor que realiza el arcángel san Miguel, que no es ni mucho menos original, sino que se basa en creencias más remotas. En el antiguo Egipto era Anubis quien se encargaba de pesar el corazón de los difuntos en el inframundo y decidía, según la balanza, si el finado alcanzaba la vida eterna o, por el contrario, su corazón era devorado por Ammit, una deidad con cabeza de cocodrilo, cuerpo de león e hipopótamo. Pero, volviendo a la imagen superior del óleo de Memling y aparcando el fascinante mundo egipcio y sus rituales, hay otras escenas que llaman particularmente la atención. Las figuras demoníacas parecen querer llevarse por delante a todo ser humano despertado de su sueño eterno por las trompetas de los ángeles, justos y pecadores, hasta tal punto que podemos observar una disputa entre un ángel y un demonio (a la izquierda de san Miguel) por la posesión de un pobre hombre que es zarandeado hacia un lado y otro, suplicando, supongo, que la criatura oscura no gane la contienda.En la parte de la izquierda del tríptico podemos contemplar como los justos tiene su recompensa. Son recibidos por San Pedro e inician un ascenso místico a través de una escalera de cristal suspendida en el aire. Escalera que ya era referida por Jacob en el Génesis y que representa de forma lógica el ascenso a los cielos, de ahí su apariencia etérea, cristalina y liviana, símbolo de pureza y transparencia. Los elegidos para la vida eterna son vestidos por un grupo de ángeles, una forma de reponer la dignidad, mientras otros, situados en la parte superior, tocan música, aportando mayor énfasis al momento de la entrada a las puertas del cielo, un estilo arquitectónico según los cánones de la época. Contrasta con la imagen de la derecha, un caos absoluto, dominado por demonios que arrastran a las llamas del infierno a los condenados, cuyos rostros y resistencia rebelan su postura ante lo inevitable.
Una vez terminado el cuadro, fue mandado por barco rumbo a Italia, pero nunca llegó a su destino. Cerca de las costas inglesas sufrió el acoso de un buque de guerra polaco que pertenecía a la Liga Hanseática. Esta organización era una especie de federación comercial, formada por algunas ciudades del norte de Alemania, Países Bajos, Suecia, Polonia y Rusia. En un principio su objetivo era la protección de las rutas comerciales, pero parece que no despreciaban algunos métodos más propios de los filibusteros que otra cosa. Algunas fuentes hablan de un robo posterior por parte de las tropas napoleónicas, que depositaron el cuadro en el Louvre, de otro ejecutado por el ejército alemán en su ocupación de París, incluso un supuesto periplo hacia el Hermitage de San Petersburgo. Pero lo que parece más que probado fue el asalto por parte de la Liga Hanseática, que depositó el tríptico en la ciudad polaca de Gdansk, donde permanece hasta nuestros días, eso a pesar de las reclamaciones por parte de los Médicis de Florencia que jamás llegaron a buen puerto.