Le había cogido la mano, porque en La Orotava a esas horas hacía frío, y la plaza estaba casi en penumbras. Las sombras de los árboles hacían dibujos raros sobre las baldosas y los bancos. La escena podía ser del último otoño o del de hace cincuenta años. La plaza era la misma, la neblina la misma, el kiosko de la música, el mismo. Apoyado contra la barra, Fidel, con su bigotillo y su mirada perdida olía a café y algún parroquiano pasaba muy despacio las páginas del periódico. Aquella pareja del principio de este relato se levantó del banco, y de brazo, enfilaron hacia la calle de San Agustín, como disolviéndose en una niebla fantástica.
Fidel cambió de posición, igual descansó el cigarrillo sobre el cenicero, y con un gesto de los antebrazos se subió un poco el pantalón. La plaza estaba completamente desierta, oscura. La neblina se había apoderado de toda la secuencia, que simulaba a una película de cine negro.
En aquel otoño soñado parecía que había pasado toda una vida. Después de ese sueño de verano, cuando despertamos, Fidel, y el kiosco, aún estaban allí.